lunes, 25 de septiembre de 2017

Redoble por un viejo soldado

 

Apenas abandonó el mísero jergón, se dispuso para una nueva jornada. Como si volviera al campo de batalla. Sin miedo. Le gustaba eso, jugar voluptuosa­mente con la idea de regresar al tiempo en que, al re­doble de su tambor, marchaba imperturbable entre los briosos caballos, sorteando los tiros de morteros y el frenético cruce de los sables.
        Con extrema lentitud -al despertarse siempre tenía el cuerpo entumecido por el peso de la vejez y el ago­tamiento que el breve sueño no lograba aplacar -fue hasta la mesa donde todas las noches colocaba sus prendas. Se puso el pantalón, luego la camisa despro­vista de botones, por último la chaquetilla que ostenta­ba hombreras doradas. De nuevo, al efectuar ese acto rutinario, lo embargó un sentimiento de melancolía y lástima al notar el grado de deterioro que presentaba la ropa. Con jirones en varias partes, sin huella de los co­lores originales. Vieja y arruinada como yo. Pero no la dejaré por nada del mundo. Orgulloso. Usarla le ayuda­ba no sólo a revivir un pasado fulgurante, sino también a sentirse aún vital, poderoso. Le confería la certeza de seguir al lado del general Belgrano.


Resuelto a obede­cer sus órdenes, acompañándolo tanto en horas de triunfo como en las de Infortunio y crueles derrotas. La vida le había deparado el privilegio de incorporarse a su ejército al pasar por Santa Fe en el trayecto hacia el Paraguay. Tuvo al fin la oportunidad de demostrar todo lo que sabia: marchar a caballo, empuñar una lanza, tocar el tambor. La cosecha obtenida en el Cantón de la Soledad, donde aprendió a manejar las armas y em­pezó a participar en el duro ejercicio de la milicia, y en las refriegas ocurridas en Buenos Aires para echar a los odiados invasores, y en los fortines que custodiaban la frontera del norte. Así aprendí a hacerme hombre, afirmaba evocando los ajetreados días en que pudo de­sechar todo vestigio de temor y vacilación, se hizo fuer­te, salió airoso de recios obstáculos. Había valido la pe­na. Al ingresar en las filas del admirado general recibió la recompensa, el mejor regalo. Sus ojos mansos pare­cían estar siempre sobre mí. Controlándome. Atento a felicitarlo por un acto de arrojo o reprocharle un error. Sin duda se había tratado de una sugestión, producto del celo con que deseaba comportarse ante él. Pero to­davía no lograba relegaría. Especialmente al cumplir el rito de ponerse el uniforme. A lo mejor es la forma de tenerlo cerca, de no encontrarme tan solo. Largos años habían pasado juntos, desde la contienda de Ma­racaná, pasando por Tacuarí, la masiva retirada de Jujuy y los feroces combates contra los realistas, hasta el definitivo alejamiento del general. Entonces me sentí perdido. Sin vigor ni ánimo para continuar la lucha.

             Procurando desalojar los recuerdos, terminó de atar los trozos de cuero que en otros tiempos habían constituido sus impecables botines. Después fue hasta la puerta. Antes de abrirla, se detuvo. Y con una mez­cla de respeto y casi morbosa delectación, deslizó las manos por el tambor colgado de la pared. Como otras veces, el instrumento gastado por el uso y la humedad le permitió establecer un rápido vínculo con aquella época que, pese a rescatar muchos instantes de gozo y aliento, ahora, al quedar definitivamente perdida, agu­dizaba la comprobación de encontrarse hundido en rui­noso estado de pobreza y aislamiento. El parche que batió con euforia en la batalla de Salta e hizo sonar lú­gubremente en Vilcapugio cuando sobrevino la desola­ción y la muerte, y al que concedió un majestuoso acorde aquel 25 de mayo de 1812 durante la bendi­ción de la bandera nacional en Jujuy. Callado o muer­to. Ya nadie quiere ni le interesa escucharlo. Reducido a una reliquia que otorgaba prestancia al rancho y de­bía custodiar celosamente. Luego de retirarse del ejér­cito, no por deseo o falta de voluntad, sino por sentir el cuerpo quebrantado por más de cincuenta años de incansable bregar, una sola vez volvió a tocarlo. No obstante su férrea negativa, temiendo que la incapaci­dad le jugara una mala pasada y la vergüenza borrara la honra afanosamente ganada, un día claudicó. Fue por él, por el ilustre general. Para participar en el ho­menaje de todo el pueblo por la inauguración de una estatua ecuestre en Buenos Aires. Mi modesto tributo. El modo de expresarle mi afecto y gratitud. Aquella tar­de, en la Plaza de Mayo, se vio sobrecogido por una dosis de miedo, debilidad, incertidumbre, al notar que todos, hombres, mujeres y niños, estaban pendientes de él. Inquisitivos. Ansiosos.

A la espera de apreciar su destreza. Y entonces, en una tentativa por reanimarse, imaginó que los múltiples ojos eran sólo dos, aquellos del general, claros y de infinita ternura. Tengo que ha­cerlo. Por él. No puedo fallarle en esta patriada. Afe­rrando los palillos con las manos reumáticas, comenzó a golpearlos sobre el tambor, al principio con trémula suavidad, a manera de ensayo, pero poco a poco, a medida que otras jornadas esplendentes lo invadían en tropel y estimulaban su cuerpo achacoso, creció el so­nido. Seguro. Marcial. Impetuoso. Como si estuviera celebrando la conquista más gloriosa. Hasta que el es­tallido de los aplausos y las voces jubilosas colmaron el ámbito de la plaza. Un homenaje también para mi. El último. Después prevaleció el definitivo silencio para el tambor, la indiferencia y el olvido de todos para él.

          Con movimiento brusco, casi huyendo, salió del rancho. El sol le azotó implacable los ojos. A pesar de parpadear repetidas veces, debió marchar más ence­guecido que lo habitual hacia el centro de Santa Fe. Luego de tres o cuatro cuadras, la vieja herida en el pie que arrastraba desde la batalla de Tucumán lo obligó a disminuir el paso, a renguear de manera más ostensi­ble. Pero no le importó el dolor. Como siempre, logra­ba avivar una íntima satisfacción. Es lo único que no perderé ni podrán quitarme. Recordando, con desola­da impotencia, que dos días atrás el gobierno, por cuestiones económicas, le había suprimido la ración diaria de carne asignada por su carácter de sargento retirado. Como si hubieran sido inútiles mis servicios. Ningún valor tantos años de lucha por la patria.
           Sofocado, buscó el apoyo de una pared. Permane­ció largo rato quieto, mareado por el ruido de la calle y el presuroso andar de hombres y mujeres. Cuando pu­do recobrar un poco las fuerzas, decidió iniciar la tarea. La única que ahora le permitiría sobrevivir. Con bo­chorno y desazón.
          Mecánicamente tendió una mano.
 
El día negado
 
 
           Después de trasponer la puerta, dio unos pasos por el comedor, en una especie de reconocimiento de afanoso intento por familiarizarse otra vez con todas esas cosas que durante dieciocho años habían formado parte del afecto, los sueños, los juegos, pero que ahora, de improviso, asumían el carácter de algo raro, casi desconocido.
              -Está guardada en tu dormitorio -su madre tuvo la virtud de presentir el motivo de la indecisión o búsqueda-. Nadie la tocó mientras estuviste ausente.
            Hizo un leve gesto a modo de agradecimiento. Imaginó el celo y la dedicación de sus padres para mantener limpio, inmaculado, lejos de manos extrañas, el instrumento que le habían regalado no sólo como premio por las excelentes notas obtenidas en los estudios, sino también con el propósito de estimularlo para perseverar en la vocación elegida desde muy chico. Tiene condiciones de sobra. Llegará a ser un gran concertista. Palabras reiteradas que constituían un modo de halago y empuje para alimentar sin pausa el recóndito anhelo de convertirse en una figura relevante. Ser el centro de la atención. Ocupar la primera plana de diarios y revistas, aparecer por televisión, presentarse en las salas más importantes del mundo. Despertar envidia, admiración, celos. Por eso, durante meses y años, desdeñando la compañía de familiares y amigos, sin permitirse recreos que significaran distracción o pérdida de tiempo, se concentró sólo en un aprendizaje férreo, obstinado, con la pretensión de alcanzar un estado de seguridad y plenitud para el día en que, desde un escenario, le tocara demostrar su capacidad.
             No llegó ese día, sin embargo. No. Fue otra cosa lo que estuve obligado a realizar. Sin buscarla ni quererla. Bruscamente hecho trizas los sueños y el cúmulo de proyectos y la libertad que deseaba conservar como uno de los bienes más preciados. Entonces debí empuñar otro instrumento. Menos agradable. Creado para provocar la muerte. La llegada de la citación escueta, imperativa, no le dio la menor posibilidad de protesta. Debía cumplir lo ordenado. Mansamente. Y al presentarse en el Regimiento de Infantería número nueve, tuvo la revelación de la guerra inminente y escuchó las encendidas arengas sobre la soberanía y el honor y la necesidad de luchar en defensa del territorio nacional. Creyó quedar apresado en una maraña asfixiante. Sin tener el recurso de un gesto negativo. Obedecer. Lo único. Dejando que los otros impusieran las reglas. Y casi antes de comprenderlo, se encontró en un lugar inhóspito, obligado a cavar trincheras y empuñar un fusil y disparar los morteros asediado por el frío implacable y la cercana presencia de la muerte en los proyectiles arrojados en cada ataque de los aviones. Sintiéndose atrozmente aislado. Sin defensa. Golpeado por todo aquello que le habían arrebatado: el afecto de sus padres y amigos, los estudios, el deseo de cumplir la vocación elegida. Y por eso, cada segundo que estaba allí, entre el fragor de la lucha y la queja de los heridos y las órdenes secas y categóricas, le resultó irremediablemente perdido para el logro de la meta anhelada. Sí. Tal vez lo mejor sea abandonar para siempre la idea de dar un concierto, de revelar algún día quién soy. Y la impotencia, el miedo, la progresiva desesperanza crecieron no sólo por las noches, cuando el sueño quedaba relegado por la invasión de escenas, hechos, rostros, que habían formado parte de su íntimo y pequeño mundo, ya tan despiadadamente lejano, sino mucho más después de la explosión. Cuando todo pareció quedar petrificado, destruido, sin ningún sentido para.
            -Vamos. Allí está. Tómala.
          Estremecido por la súbita voz, tardó unos segundos en tener noción de que estaba de nuevo en la casa, alejado del estruendo y el horror de las contiendas, frente a su madre. Mecánicamente observó el sitio que le indicaba. Sí. Como si me hubiera estado esperando. Pero no efectuó ningún movimiento en respuesta a la invitación de ella, casi temeroso de aferrar el querido instrumento como había deseado hacerlo tantas veces en las islas en vez del fusil o la metralleta y, sobre todo después aislado en la gélida pieza de un hospital, mientras duraba la lenta recuperación. Lo único que podía otorgarle sentido a la vida o, al menos, devolverle una cuota de fervor y esperanza. Pero al observar el abultado vendaje que cubría sus manos, comprobaba que los luminosos proyectos habían quedado sepultados en aquella tierra lejana. No. Ya nada será igual. Ahora deberé acostumbrarme a vivir de otra forma. A pesar de la actitud jubilosa de los médicos, las enfermeras, los amigos y, especialmente de su madre, empeñados en librarlo de cualquier vestigio de temor y zozobra sobre el resultado de las incontables operaciones para quitar las esquirlas de la granada. Como si hubiera ido a las islas de vacaciones. Sin correr ningún peligro. Y ahora estoy herido por unas simples espinas. Rechazando el afanoso intento de los otros por presentarle una realidad grávida de alentadoras promesas, olvidados de que sólo él debía sufrirla en carne propia, sin subterfugio ni ayuda.
             Por fin, en un acto esforzado, cruzó el umbral. Lentamente fue hasta la cómoda sobre la cual se encontraba la guitarra. Quedó observándola, incrédulo todavía de tenerla al alcance de las manos después de tantos meses. Y ese hecho lo sacudió. Implacable. Al comprobar que sus dedos cortados convertidos en muñones, jamás le permitirían tocar las cuerdas. Y violentamente, mientras estallaba el grito histérico de su madre, comenzó a golpearla contra la pared.

Apenas  un  sueño
 
 
            Creyó que una aguja le perforaba los oídos al percibir el gemido. Repentino. Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que él aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta y tres años, sólo capaz de efectuar  esos esporádicos  y lacerantes sonidos no sólo para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para recordarle, con el vigor de una feroz puñalada, que debía seguir cumpliendo la tarea de cuidarlo. Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y armónica convivencia de tanto tiempo,  de la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel decisión de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y tal vez indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico  resultó incuestionable. 
            No supo cuanto tiempo permaneció rígida, desprovista de voluntad o deseo para efectuar cualquier gesto, mientras dejaba que el chorro de agua tibia la cubriera como una gratificante caricia protectora, hasta aferrar una de las canillas y abrirla, ansiosa y con brusca violencia, esperando que la irrupción del agua cada vez más fría tuviera la virtud de despejarla. Cerró las canillas cuando ya no pudo  contener el temblor. Será muy rápido. No habrá de causarle más padecimiento del que está soportando ahora. Mientras se refregaba la toalla para devolverle el calor a su cuerpo, la acosaron una vez más  las palabras del doctor Panizza al entregarle el frasco minúsculo, que contenía un líquido levemente marrón,  poniendo de relieve una dosis de caridad y aun ternura debido a la imagen de completa derrota que reflejaban sus ojos desencajados, la creciente curva del cuerpo, la ropa arrugada y bastante sucia que parecía llevar por simple costumbre. No puede seguir así,  Aurora. Se lo digo como amigo, más que como médico. Si no quiere internarlo y dejar que otras personas se ocupen de él, tal vez ya es hora de buscar otra alternativa. Y antes de efectuar un gesto o pronunciar una palabra -había llegado a un punto en que parecía incapaz de cualquier reacción,  por obra del agotamiento o la desesperanza o una invencible apatía-, le colocó un frasco en una mano, la que por unos segundos, sin duda para evitar el rechazo, le hizo mantener fuertemente cerrada. Piénselo. Es una decisión que debe tomar usted.  Y desde entonces, obligada a enfrentar el dilema más intrincado, se debatió en completa orfandad entre el desconcierto, la duda y un ineludible acceso de culpa, sin un instante de tregua.
            Abandonó el baño sin vestirse, no por la premura impuesta por el desgarrante clamor, sino por el desdén sobre todo lo referido a su arreglo personal,  pues ya estaba libre de cualquier mirada indiscreta en el ámbito de la casa. Junto a la puerta del dormitorio se detuvo.  Necesitó apoyarse en  el marco, algo mareada y con las piernas incapaces de dar un paso más,  vulnerada por la habitual pero cada vez más intolerable visión ofrecida por él:  los brazos moviéndose en gestos distorsionados; la cabeza aplastada en la almohada; un hilo de saliva escurriéndose por la boca desdentada; el quejido monocorde quebrado, de tanto en tanto,  por  gritos agudos y lacerantes. Sí. Tal vez soy la única que puede acabar con esto. Aunque obsedida por la sugerencia del doctor Panizza,  no lograba desechar los escrúpulos que la maniataban,  sobre todo porque se había impuesto el propósito  de preservar  -sin el frenesí de la pasión y  tratando de eludir los estragos de la enfermedad-  a través de una caricia, algún beso fugaz o la mera compañía,  un hálito del amor que habían compartido durante cuarenta y tres años.
            Pero ya le resultaba difícil lograrlo. Minada por el cansancio. Invencible. Visceral. Quitándole el afán para seguir luchando o alentar un furtivo soplo de esperanza. Incapaz de superar el instintivo rechazo de acostarse con él,  pues la cama había dejado de ser el preciado territorio donde encontraron siempre el modo no sólo de obtener una necesaria tregua o reposo a la jornada diaria sino más bien para prodigarse las confidencias que alimentaban el clima de intimidad, urdir proyectos y sobre todo, cuando la ausencia de hijos hizo crecer el sentido del desamparo, relegar por algunos momentos, en la embriaguez del placer, el asedio de la temida soledad. Por eso, las últimas noches se limitó a permanecer recostada en un sofá, sin ánimo o energías para hacer otra cosa que observar, en una casi alucinada vigilia, al hombre que,  apresado por el dolor excluyente, ya no la reconocía ni podía responder a cualquiera de sus requerimientos.
            La única salida. Tal vez no tenga sentido desear o esperar otra cosa. De pronto creyó vislumbrar una luz esclarecedora.  Decidida, dio unos pasos hasta  la pequeña mesa atiborrada de cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses llegaron a resultarle tan familiares que sabía de memoria el grado de eficacia y el momento de utilizarlos. Sin vacilar  aferró uno: el último frasco que le había dado el doctor Panizza. Sí.  Apenas un sueño. Profundo.  Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el líquido en un vaso. Después,  sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de extremo cuidado,  temiendo que se le cayera, se dio vuelta y caminó hasta la cama. Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y  jadeante entre las cobijas desordenadas.
            Por fin, con súbita urgencia, llevó el vaso a los labios. Y   bebió el líquido marrón. De un solo trago.
 
Concierto para violín y orquesta Op. 61
 
 
        Primero fue un dolor indefinido en el pecho; después, un cosquilleo en el fondo de la garganta; por último, el estallido de una tos seca y perentoria.
        Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en cada nota del concierto.


 
        El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato. La certeza de hallarse apresado  en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos.


        Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
        -Señor, sírvase uno.
        Levantó la cabeza,  algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
        -Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
        -Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así  toda la noche.
        -Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
        -¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
        -Por supuesto. Sírvase. Y usted,  ¿gusta uno?
        Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
        -Oh, es usted muy atenta.
        -¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
        -De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
        No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito. Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro.
        Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluido el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter  fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto.


 
        Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.
 
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El hombre que tenía miedo
Cuentos
Rafaela,
Ediciones E.R.A. (Escritores
Rafaelinos Agrupados), 1974.


"Es un conjunto de episodios donde el autor cala hondo en la tremendidad humana. Un escalado dramatismo transita estos cuentos donde la justeza de un idioma sobrio y adecuado pone la instrumentación al servicio del tema. Merecidamente premiado, si nos valemos de esta muestra, Balzarino es un escritor de garra, un arquitecto de la anécdota a la que le otorga la jerarquía y el despliegue de su natural sentimiento narrativo."

 

Luis Ricardo Furlan. Diario Castellanos, Rafaela, 9 de octubre de 1974.                                                                                                                                  
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El refugio

Con el mismo fervor de otras noches, caminó de manera sigilosa por las dormidas calles del pueblo rumbo a la plaza escasamente iluminada.  Luego de sentarse en el banco de costumbre, se dedicó a observar a su alrededor, algo temerosa de que él faltara a la cita.  Pero no pasó demasiado tiempo cuando dos manos bordearon su cintura y la obligaron a darse vuelta, con una sorprendida exclamación de alegría.  Vamos, ya es tarde, lo urgió apenas pudo apartarse de la boca apremiante y con una suave presión de su cuerpo lo impulsó a la marcha.  No me gusta ir allí, creo que nos traerá problemas, la voz de él tembló en un claro signo de pesadumbre, pero no obtuvo de ella más que una risa burlona, casi provocativa, mientras trataba de calmarlo como si fuera un chico que necesitaba protección y le rogaba que no tuviera miedo, pues el primer piso de la casa de la señora Benítez resultaba sin duda el mejor sitio para disfrutar unos momentos de placer, libres y tranquilos.  La vieja no oiría el estallido de una bomba a dos pasos, afirmó ella en un intento de justificar la seguridad de ese refugio y poco a poco la alarma de él se fue desvaneciendo por imperio del fascinante atractivo de la aventura compartida casi todas las noches.  Trabados en un abrazo que alentaba un impetuoso deseo, abandonaron el pueblo y entonces se internaron por un largo y angosto sendero bordeado de frondosos árboles hasta desembocar en una casa alta, de aspecto imponente, pálidamente definida a la luz de la luna. 
 
Durante unos minutos observaron a través de la ventana el interior donde habían estado con mucha frecuencia no sólo en las últimas semanas sino también varios años atrás, en el despreocupado tiempo de la infancia, cuando iban allí para jugar con José Luis o para que la señora Benítez les regalara caramelos o les contara alguna pintoresca historia.  Por fin marcharon hasta la puerta, que a veces se encontraba cerrada con llave y el común anhelo quedaba frustrado, pero ahora pudieron abrirla fácilmente y después, con reconfortante alivio, penetraron como furtivos ladrones en la tenue penumbra donde el conocimiento adquirido a lo largo de muchos años les permitió moverse con rara habilidad entre los objetos y muebles.  El inconfundible sonido de platos y cubiertos llenaba de manera casi estridente el ámbito de la casa y mientras ella susurraba la vieja está en la cocina, apurate, comenzaron a subir la frágil y desvencijada escalera de madera con creciente impaciencia por llegar al pequeño recinto donde conseguirían una intimidad perfecta, arrebatados por el olvido y la dicha.  Después de guardar los platos en el aparador, la señora Benítez echó una lenta mirada por la reducida cocina donde ya todo denotaba un orden y pulcritud que la colmaban de orgullo; siempre le había resultado una preocupación obsesiva mantener la casa arreglada en forma brillante, a pesar de que ahora el reumatismo iba atrofiando sus músculos y cualquier esfuerzo le provocaba un acuciante dolor.  Observó la hora que marcaba el reloj colgado en la pared y algo fastidiada, con la torpe rapidez que le otorgaban las piernas endurecidas, se encaminó hacia el dormitorio.  Abrió el ropero y, al tiempo que sacaba algunas prendas, pensó de nuevo en la inesperada carta en que Matilde le comunicaba la delicada enfermedad de su hijo y recalcaba con acento algo sombrío el urgente deseo de verla.  Aunque la abrumaban el peso de la vejez y la idea de abandonar la casa, supo que no tenía alternativa; superando una ráfaga de duda e inquietud, decidió emprender de inmediato el largo trayecto hacia la Capital, con el ruego fervoroso de ver a José Luis antes del casi previsible desenlace.  El encuentro se concretaba en la oscuridad que no resultaba un obstáculo sino más bien una perfecta aliada, pues todo lo que ocupaba ese estrecho cuarto -la silla de mimbre, el baúl repleto de libros y juguetes, la diminuta cama-, formaba parte de un mundo demasiado familiar y ya lejano, el de la infancia plena de sueños y entusiasmo, cuando se reunían allí con el hijo de la señora Benítez y pasaban tardes enteras jugando o realizando las tareas del colegio o sintiéndose felices simplemente por estar juntos.  Luego que José Luis se marchó del pueblo, ellos tomaron la costumbre de regresar allí por las noches, subrepticiamente, amparados en la inmutable sordera de la señora Benítez, no para evocar el pasado sino con el único propósito de alcanzar unos momentos de placer en ese refugio cálido e inviolable.  Dominada por una febril ansiedad, ella comenzó a desabrocharle la camisa con premura, en un gesto que parecía trasuntar cada vez una fascinante novedad, y luego la boca ávida recorrió el pecho que aún palpitaba como un pájaro asustado mientras le repetía dejá de preocuparse, aquí no podrá descubrirnos, hasta que la reacción esperada se materializó cuando las manos de él la despojaron de manera brusca e imperiosa de la ropa que fue cayendo al suelo como algo molesto e inútil.  Depositó sobre la cama el raído vestido que usaba diariamente y, luego de echar un rápido vistazo al interior del ropero, donde el escaso contenido no le ofrecía mucho para elegir, se decidió por un traje gris que reservaba siempre para las ocasiones especiales; y sin duda visitar a José Luis era una de ellas, quizá la más importante en el curso de los últimos siete años, después que su partida hacia la Capital la precipitó a una progresiva soledad que ya nada pudo atenuar, ni el desarrollo de los quehaceres diarios, ni las reuniones con las amigas, ni la relectura de las esporádicas cartas en que él le notificaba el súbito casamiento o los ascensos obtenidos en el trabajo.  Por eso, apresada por la fatiga y el desaliento, se fue hundiendo en el laberinto de los recuerdos como una forma de consuelo o de aliviar el penoso avance de la vejez, cuando abruptamente la sacudió una realidad sorpresiva y cruel al recibir la carta de Matilde.  Hizo un esfuerzo por reponerse; la posibilidad de ver y abrazar de nuevo a José Luis parecía compensar una larga etapa de sufrimiento y la obligó a vestirse con rapidez.  Luego de tomar la valija y, mientras marchaba lentamente, deslizó la mirada sobre todos los objetos a modo de despedida, algo disgustada por dejar la casa sin duda por varios meses; por eso, como había hecho con todas las ventanas, puso sumo cuidado en asegurar la puerta principal con el firme propósito de malograr el ataque de cualquier intruso.  Las manos de él se deslizaron con extrema lentitud sobre la suave piel del cuerpo que yacía en total abandono mientras no cesaba de repetir ya es tarde, será mejor irnos de aquí, pero sólo obtuvo la risa jubilosa de ella como respuesta, no seas miedoso, la vieja no podrá descubrirnos, vamos a esperar un rato más.  Cuando se desvaneció toda huella de placer, acordaron en vestirse.  Al llegar a la puerta de salida advirtieron que estaba cerrada con llave; pensando que la señora Benítez se había acostado, marcharon hacia el dormitorio a tientas y tropezando contra algunos muebles. 
 
 
 La ausencia del fuerte y habitual ronquido les hizo encender una lámpara sin ningún cuidado, impacientes, con un presentimiento que fue transformándose en terror a medida que recorrían la casa y comprobaron que estaban solos, sin poder cruzar  las ventanas enrejadas ni las puertas de madera indestructible.  Los gritos de rabia y auxilio llegaron a expresar una total impotencia al comprender que nadie iba a escucharlos, no había ninguna casa vecina, el pueblo se encontraba a más de un kilómetro, y no tenían idea sobre cuándo regresaría la señora Benítez.


Un tigre me persigue

 
Escapar. A cualquier parte. Ponerme a salvo. La única reacción al descubrirlo en un rincón del jardín, agazapado, en la postura de repentino ataque. Cruzo las calles sin respetar los semáforos ni prestar atención a las personas y vehículos que bruscamente se apartan de mi camino. Al llegar a la ruta, el viento me despe­ja y la infinita franja asfáltica surge como una promesa de absoluta libertad. Relegar las presiones y las ironías y el desprecio de los demás. Dejar de ser tildado de loco. Co­mo ocurrió desde la época del colegio, cuando él surgió por primera vez. Aquella mañana juga­ba con otros chicos. Al caer la pelota entre unos arbustos, fui a buscarla; pero no llegué a reco­gerla, porque divisé, a escasos metros, un tigre en temible acecho.

Les informé a mis compañeros pero, tras buscarlo en vano durante un largo rato, no me creyeron. Desde entonces, temiendo caer en las garras del tigre, rogué que se presentara ante la vista de todos para demostrar que no mentía ni desvariaba. Desatendí los estudios, dejé de participar en los juegos de mis amigos, cerraba puertas y ventanas de manera obsesiva. Alarmada, mi madre me llevó a varios especialistas. Algunos atribuyeron la causa a una fanta­sía demasiado ingeniosa, y otros, a un claro síntoma de cansan­cio y debilidad. Dado que los variados tratamientos y sugerencias no modificaron nada, decidí asumir una conducta cada vez más pre­cavida. En el curso de los años no quise confiar a nadie los sorpresivos enfrentamientos con el tigre y únicamente me limitaba a buscar con rapidez un refugio seguro. Pero bastaba mi palidez o agitación o la entrada abrupta en una pieza para que todos presintieran de inmediato cuál era el motivo. El menosprecio y la incomprensión me hundieron en una angustiosa soledad. Creí tener una mácula horrible que me separaba de todos. El asedio resultó más artero en los diversos lugares donde debía trabajar, no tanto por las sonrisas solapadas o por apodarme el loco del tigre, sino más bien por el carácter de las bro­mas. Usaban un disfraz que los asemejaba al tigre o emitían  rugidos o desordenaban los papeles del escritorio como si fuera obra del animal. De nada servía cambiar de empleo. Muy pronto otras per­sonas repetían lo mismo. Por momentos juzgaba que todo era producto de mi imaginación; pero bastaba un nuevo encuentro con el tigre para desalojar las dudas. A veces consideraba que entre él y yo existía una secreta comunicación, de la cual los demás estaban excluidos, ya que mi insistencia por plasmarla ante testigos resultaba infructuosa. Sin duda por lástima, Celina me ayudó a mitigar la tensión. Solíamos cenar con frecuencia, ver una película o charlar un largo rato en una plaza. Por la necesidad de tenerla a mi lado, más que por estar verdaderamente enamorado, le pro­puse matrimonio. Por varios meses todo funcionó muy bien. El amparo de Celina me libró de la sórdida persecución del tigre. Lo olvidé hasta aquella noche en que, al ir a comprar un postre, saltó  desde un baldío. Por suerte conseguí eludirlo y corrí hasta la casa. Ella se mostró más disgustada por la falta del postre que atenta a la explicación sobre lo ocurrido. Y  dio la primera  prueba de estar saturada. Pensé que ya te habías olvidado de esa historia. La dura reprensión apresuró el desenlace. Poco a poco la ternura y el entendimiento se desvanecieron por la certidumbre de mi locura. Por eso no me sorprendí demasiado esta mañana al encontrar sobre la mesa del comedor un papel donde justificaba su alejamiento. Ella, como los otros, me había dejado completa­mente solo frente a mi enemigo. Y al verlo en el jardín, supe que no podía pedir ayuda. Huir.



La única salida. El acelerador toca el fondo. Siento el cuerpo estremecido. Una niebla dificulta la visión. No llego a distinguir la curva cerrada. Tampoco la aterradora presencia del camión. Sin posibilidad de esquivarlo. No...

 
                Para las numerosas personas que se acercaron al automóvil caído en una profunda zanja, a pocos metros de la carretera, no fue tanto un motivo de asombro y desorientación comprobar que el conductor estaba muerto, sino descubrir, entre el cúmulo de hierros, el cuerpo estrujado pero claramente reconocible de un tigre.

* Este cuento obtuvo el Primer Premio en el Concurso de cuentos cortos - 1984, otorgado por el Tiro Federal y Deportivo, Morteros, Provincia de Córdoba.

   Incluido en el libro Todos amábamos a Virginia Crespi. Santa Fe, Editorial de l'aire, 2015.


 

El ordenanza

 
            Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la cafetera.  Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e intenso.  Como el de todos los días.  No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en la bandeja.
             Ya está.  Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción de su plan.  Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros  días;   hoy, por fin, poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.
               Pero ahora se liberaría definitivamente.  Hoy se rebelaría contra el pertinaz asedio de los demás -no sólo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino también de todas las que conoció desde su niñez- a causa del defecto físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación.  Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo, acentuando más aún la certeza de su incapacidad.  Y no pudo evitar ser llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en los diversos lugares donde trabajó.  Los otros habían encontrado a través de su renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y el sarcasmo, la burla y el desprecio.  Vivió mecánica e insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse.  Y ese deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el  tan anhelado instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el capricho de todos.
            Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar), pareció internarse en un laberinto sin salida; en el primer lugar donde trabajó se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó burlas procaces y despiadadas; y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra; pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando  incesantemente de trabajo -siendo cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico-  se fue hundiendo cada vez más en una existencia sórdida y miserable.
              Y durante años vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso enemigo.  No me tratarán siempre como a un perro.  Haré algo para impedirlo. Pero el momento de plasmar su deseo parecía siempre el inalcanzable.
                Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que descargaría sobre seis personas,  brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil, observó  su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.
                 Lentamente levantó la bandeja.  Bueno, hoy será la última vez...  Inició la marcha con cierto embarazo.  El  peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar -lo que era muy frecuente- y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de nuevo, su venganza.  Debo tener marcho cuidado.  Aquí llevo una bomba.
                 Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la actitud de los demás.  Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos que había conocido, los que hallaron en él -como el juguete nuevo en poder de un chico- la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la conseguían de modo distinto:  tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.
                  Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a continuar su fuga constante y disparatada.  Permaneció allí, dispuesto a concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
                   E inesperadamente supo cómo obtenerlo.
                  Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín.  Sí. Por fin sabrán todos de lo que soy capaz.  Por eso había sacado un poco del veneno que su madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
                  Lentamente cruzó el corredor  que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas.  ¿Cuánto tardarán en morir?  Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno -minutos, horas o quizá días-, sino más bien que coronase totalmente su propósito.
                  Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente.  Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz familiar, la abrió.
                    Quedó algo desconcertado.  Allí  no estaba sólo el gerente, como todas las mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados.  Todos: los seis.  Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta entonces.
                     No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy importante.  Pero, ¿qué pasa?  Casi presintió el fracaso de su plan, porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter desusado a la monotonía de las otras mañanas.
                   -Puede servir el café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable que no era el de costumbre-.  Lo tomaremos aquí.
                    La voz lo sorprendió.  Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba para concluir su obra.  Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.
                   Depositó la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por el silencio y las miradas de ellos -en ese momento atentas, fijas en él-, tomó la cafetera con mano temblorosa y sirvió el café.  No se darán cuenta. Casi rogó que fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo -su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro que otras veces- develara lo que sucedía.
                       Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café.  Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer morboso y desconocido. Ya está.  Ahora dormirán para siempre.  Y tuvo el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos -sólo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él- acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.
                      Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos.  Como las hormigas. Recordó las diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba las plantas con veneno.  Aunque él no podría contemplar esas caras descompuestas por el dolor y la agonía.
                      Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz del gerente lo detuvo:
                      -No se vaya, Aurelio.
                       Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las piernas débiles.  Estoy perdido.  De pronto creyó que esas seis personas se convertirían en indignados acusadores.  Pero cuando su mirada aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:
                       -Hoy hace un año que usted trabaja aquí.  Por eso, para premiar su eficacia y dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y tomando un pequeño paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó-.  Sírvase.  Esperamos que sea de su agrado.

* Este cuento obtuvo el Premio Mateo Booz 1968, otorgado por la Asociación Santafesina de Escritores, Santa Fe.

 

Las otras manos


       Sí. Trato de imaginar que nada ha ocurrido. Los tres juntos.  Como siempre. ¿Recobrar así fragmentos del pasado?  No. Sin duda ya no podré.  Rehuir el presente, más bien.  Aliviar el peso espantoso de la realidad. ¿Soy culpable?  Sólo quería acabar con la rutina y el aislamiento.  Estaba agotada.  Casi veinte años convertida en una máquina. Lo mismo, día tras día: las tareas de la casa, el almacén y, sobre todo, Sebastián.  Librarlo del castigo de los otros chicos, atenuar el fastidio de las maestras, resguardarlo del menosprecio general.  Lisandro siempre quiso llevarlo a un instituto donde le brindaran la atención necesaria.  Me opuse.  Por cariño de hermana como por un sentimiento de lástima y respeto.  Soportaba un permanente acoso.  Creí que algo de comprensión y ternura hubiera evitado su  belicosidad.  Pero a medida que una gordura fofa le deformaba el cuerpo, comprobé que la pasividad y el silencio eran una simple máscara.  El rencor, como una rama seca ante el leve chispazo, iba a estallar abruptamente.  Y sucedió cuando conocí a Marcial Ugarte. ¿Impedirlo? ¿Renunciar a la libertad, rechazar para siempre al único hombre que resultaba portador de un cambio?  No quise hacerlo.  Mi paciencia había llegado al límite.  Estaba harta de postergaciones y renunciamientos. Lisandro no tardó en censurar mi conducta. ¿Con qué derecho?  Demasiado tiempo vegetando en la oscuridad.  Callada, con los dientes apretados.  Ya era hora de vivir sin ataduras ni rendir cuentas a nadie.  Ajena a la inquietud de Lisandro y los intempestivos ataques de Sebastián, me sublevé.  Otra persona de improviso.  Vital.  Arrebatada por un desconocido fervor.  Capaz de reír, de tararear alguna canción por momentos. ¿Todo obedecía a un juvenil, quizá absurdo enamoramiento?  A ellos les pareció una burla o una traición imperdonable y se mostraron cada vez más hostiles frente al hombre que había logrado encandilarme.  Traté de eludir cualquier roce, las palabras hirientes, el desgaste de agrias discusiones.  De mil modos procuré hacerles entender que todos podíamos vivir en un clima de concordia, sin resquemores.  Luché para no perder el universo de promesas y sueños y felicidad que él me ofrecía como un regalo.  Fue inútil. No llegué a disfrutarlo.  Todo se desvaneció una semana antes del casamiento.

 

            Ya no encuentro palabras para convencerla de que precisamente quise evitar eso: que Sebastián sufriera cualquier daño.  No tuve otro propósito al pretender que Marcial Ugarte desapareciera del cálido mundo de nosotros tres.  Yolanda no atendió razones.  Acaso sin comprender o advertir  la conmoción que provocaba ese hombre.  Tal vez era justificaba.  Ya no soportaba el agobio de la soledad, del trabajo agotador, de la falta de cualquier clase de diversión.  El acercamiento de él tuvo el poder de trastornarla.  Todo surgió distinto.  Fascinante, más hermoso, atractivo.  Y se dejó arrastrar por el goce embriagador.  Casi aislada, indiferente.  Sebastián resultó el más herido.  Demasiado tiempo había tenido el amparo, la ayuda de ella.  Se sintió mortificado por su actitud algo desdeñosa.  Desplazado.  Y no pudo aceptarlo.  Sin tener una meta definida, se mantuvo a la expectativa, más hosco y malhumorado que de costumbre.  Advertí que poco a poco todos a su alrededor adquirían el carácter de feroces enemigos.  Me llenó de inquietud y miedo.  Conocía la facilidad con que explotaba en furia irracional.  Se impuso el presagio de una tragedia.  Comprendí que existía un solo medio para evitarla.  Una noche fui a casa de Ugarte para pedirle que se apartara de Yolanda.  Decidí llevar una pistola por si no estaba dispuesto a cumplir mi deseo.

                                                  
          La noche era opresiva.  Sin poder dormir por el calor y los mosquitos, me levanté.  Di unas vueltas por el patio.  El tapial y las plantas impedían cualquier soplo de aire.  Fui hasta la vereda con la esperanza de obtener un poco de alivio.  Pasé unos minutos allí, observando sin curiosidad la calle y las casas a oscuras, cuando algo logró quitarme la pesadez del sueño.  El hombre que avanzaba por la vereda de enfrente.  Agazapado, los pasos presurosos.  Me di cuenta enseguida que procuraba ocultarse.  Al cruzar bajo la luz de la calle, lo reconocí.  El idiota de los Oliver. ¿Qué hacía allí, a medianoche?  Me quedé tras la puerta para vigilar con mayor tranquilidad.  Presentí alguna cosa bastante grave.  Más que por su andar decidido, por el puñal en la mano derecha.  Me sacudió un latigazo de alarma.  Todos en el barrio conocíamos su carácter arrebatado.  Golpear a los chicos que le hacían gestos de burla o tirar cascotes contra las vidrieras en un momento de histeria, eran ya habituales.  Un asilo hubiera sido el lugar indicado para él, pero la familia se negaba a internarlo.  Por fin se detuvo ante la casa de la esquina.  La observó, algo vacilante, como si buscara una entrada. ¿Qué se proponía?  Con un mal  augurio, corrí al dormitorio y llamé a Elisa.  Sin atender sus protestas, la conduje hacia la puerta de calle mientras le explicaba lo ocurrido.  Entonces vimos que él saltaba la verja del jardín y se perdía entre las plantas.  Allí vive el novio de Yolanda, irá a visitarlo, muy pronto serán cuñados, comentó ella con evidente malestar.  Sí, puede ser, aunque resulta bastante raro que entre sin llamar y armado de un puñal.  Eso la despabiló completamente.  Tenemos que hacer algo, rápido.  No tuve tiempo de responderle.  Una súbita exclamación,  parecida a un llanto estridente o un grito de rabia o dolor, desalojó la quietud  de la noche. Instintivamente nos abrazamos en procura de mutuo  resguardo.  Quedamos, así quietos, en tensa espera.  Cuando superamos el estupor, corrimos hasta el teléfono para avisar a la policía.

 
            Sí, señor.  Yo atendí el llamado.  Me costó entender qué pasaba.  El hombre parecía muy asustado y explicó todo en forma atropellada.  Después de anotar la dirección, llamé al agente Lozano y sin perder tiempo nos dirigimos al lugar del hecho.  Había muchas  personas en la calle, a medio vestir o cubriéndose con sábanas, como si acabaran de abandonar la cama.  Hablaban todos a la vez, inquietos, agitando los brazos.  Nuestra presencia logró imponer cierta calma.  Esperé que se apagaran las voces para efectuar algunas preguntas.  Antonio Rivas, el hombre que llamó por teléfono, ya más tranquilo, dijo que él y su mujer habían visto al muchacho Oliver entrar en la casa de Marcial Ugarte.  Llevaba un puñal.  Eso los sobresaltó.  Pocos minutos después quedaron paralizados por un grito.  Fue todo lo que pudo decir.  Debió suspender el relato por culpa de los otros, que empezaron a opinar sobre ese muchacho al que en el barrio llamaban el idiota o el loco.  No tuvieron reparos en resaltar sus defectos: demasiado irritable y violento, un riesgo para todos que anduviera libre por la calle, que sin duda había cometido una barbaridad en casa de Ugarte... Aturdido, los interrumpí con un grito.  Hice una seña a Lozano y, sacando las armas, nos abrimos paso.  Al cruzar la puerta enrejada del jardín, lo vimos salir de la casa.  Por impulso de una tempestad, tembloroso el cuerpo descomunal, sosteniendo el puñal en gesto amenazador. Lo conocía desde chico y siempre pensé que su deficiencia mental no resultaba peligrosa, sino más bien era motivo de compasión.  Supe que me había equivocado.  Reflejaba una actitud virulenta, desarregladas las ropas, el cabello alborotado sobre la cara.  Grité para detenerlo.  Inútilmente.  No pareció oírme ni tampoco ver al grupo que cubría la calle.  De un empujón hizo caer a Lozano y continuó la marcha. Los hombres y mujeres comenzaron a dispersarse. Asustados.  Tratando de evitar cualquier ataque.  Entre gritos de sorpresa y terror.  Comprendí la necesidad de impedir que las cosas se agravaran más aún.  Tuve un segundo de turbación.  Pero enseguida se impuso el sentido del deber.  Levanté el arma.  Disparé.  Creí hundirme en un remolino al ver tambalearse el cuerpo del muchacho.  Dio unos pasos en círculo, como buscando un apoyo.  Por fin se desplomó.  Poco a poco, pasado el peligro, la gente lo fue rodeando. El silencio reflejó una mezcla de consternación y respeto.  Entonces entré en la casa de Ugarte.  Luego de un breve recorrido, lo divisé sobre una cama.  Completamente quieto.  Alrededor, claros signos de lucha por la ropa y varios objetos en desorden.  Al inclinarme sobre él sentí una garra fría.  Me faltó el aire.  No por comprobar que el hombre estaba muerto sino por descubrir en el pecho, donde una mancha rojiza cubría la camisa, la perforación de una bala.  Quise gritar.  Para expresar una rabiosa protesta o destruir la telaraña que hacía todo incomprensible: la presencia de la gente, el muchacho Oliver armado de un puñal, mi disparo, Ugarte muerto... Por eso sin duda personal más capacitado que yo podrá averiguar lo ocurrido realmente aquella noche.  Por mi parte no tengo nada más que informarle, señor juez.

* Este cuento pertenece al libro Las otras manos, que obtuvo el Premio  Fondo Editorial de la Municipalidad de Rafaela en el concurso 1986/87.



 La visita del general


         La sorpresa se transformó inmediatamente en claro desconcierto.  Luego sobrevino un silencio profundo, mientras él contemplaba los rostros pálidos de esos hombres, no para estudiarlos -durante los últimos años habían compartido muchas jornadas de lucha y sacrificios como para adivinar lo que pensaban con una simple ojeada, sino más bien esperando alguna pregunta o comentario.  Ninguno lo hizo.  Entonces, en una tentativa por disipar cualquier duda o malentendido, creyó necesario recalcar su decisión, ahora firme y serena:
         -Ya estoy resuelto: iré solo.
         Como si recién acabara de superar el efecto del estupor, alguien dio un paso hacia él y habló con voz temblorosa, sin poder disimular una imperiosa ansiedad:
          -¡Es una locura! ¡No debe hacer eso, general' ¡Van a matarlo!
          -¡Sé muy bien lo que hago'
          -Por supuesto, general -el tono de Lacasa se hizo más suave, adquirió el acento de un ruego fervoroso-.  Pero es una misión muy peligrosa.  Deje que vayamos con usted, general.
           -¡No! -replicó casi colérico-. Encargate de ensillar mi caballo. Quiero salir en seguida.
           Después, ya montado en su tordillo, paseó los ojos por todo el campamento, sobre cada uno de los soldados que permanecían apostados junto a las tiendas o formando pequeños grupos, en actitud de sumisión, presintiendo que habría bastado la más leve señal para que se movilizaran como una enloquecida bandada de pájaros repentinos.  Sin embargo, no dio la orden que ellos esperaban; únicamente se limitó a decir con la  furia de un latigazo:                   
             -¡Si alguno intenta seguirme, lo haré fusilar!

             No perdió más tiempo.  Desinteresado de la reacción provocada por esas palabras, azuzó el caballo y se alejó con rapidez de Los Tapiales.
             Marchando hacia el sur por el camino que se presentaba en algunos trechos pedregoso o cubierto de pastos, se ajustó un poco más el poncho contra el pecho para protegerse del frío que se tornaría cada vez más recio e insoportable durante las seis leguas.  Comprendió que, convertido en figura espectral en el silencio y la soledad de la tarde, podría ser fácil presa de una emboscada.  Era un riesgo natural, casi previsible, del cual sus hombres habían querido disuadirlo, impulsados por esa mezcla de afecto y generosidad con que procuraban librarlo de cualquier riesgo; por eso   imaginó claramente que debían  encontrarse sobrecogidos, y esa noche, acelerando el tiempo. incapaces de dormir un momento, la pasarían alrededor de los fogones, tratando de atenuar la  nerviosa espera con el mate que se deslizaba de mano en mano silencioso.
             Tiene que ser así.  Debo jugarme solo en esta patriada.  Trató de justificar una vez más la resolución que había dejado consternados a sus soldados y que, para él, significaba una de las escasas posibilidades de acabar con las pavorosas riñas que atosigaban el país.  El anhelo de pactar con el enemigo podía desembocar en un total y decepcionante fracaso; de esa forma, sólo él  quedaría comprometido.  Pero si al fin se lograba consolidar una paz duradera, con la que todos soñaban desde hacía varios años, iba a ser el tributo más importante que ofrecería a la patria.  Entonces, ya tranquilo,  regresaría al lado de Dolores para disfrutar su amor como un premio digno, reconfortante.
             Impelido por esa esperanza, espoleó el caballo casi con el mismo denuedo que trataba de infundir a sus hombres al iniciar cada batalla, el sable en alto, encendidos los ojos por el candente deseo de la victoria; tal vez ahora debía afrontar el combate más difícil de su vida, aunque esperaba tener una suerte parecida a la de aquella tarde en que arrollaron inexorablemente a los realistas en Río Bamba.
             Los jinetes surgieron fulminantes, como de un pozo invisible, bloqueándole el camino.  Detuvo el galope sin sorpresa ni temor, mientras examinaba las figuras vagamente siniestras.  Uno de los hombres restalló su voz fría y perentoria:
                -¡Alto! ¿Quién vive?
                No demoró la respuesta.  Secamente pronunció su nombre, casi con el fragor de un disparo de fusil.  Comprobó que una ráfaga de perplejidad dominaba a los hombres y, sin poder reponerse, por espacio de unos segundos se limitaron a cambiar rápidas y confusas miradas, indudablemente tratando de llegar a un acuerdo sobre lo que  correspondía hacer ante la inusitada presencia del general del ejército enemigo, del hombre que los acosaba sin tregua, con el peso de una agraviante tortura.  El silencio tuvo la misma cortante frialdad que esa tarde de junio. La tropa, ya aceptado el hecho de que no se trataba de una alucinación ni era una imagen fantasmal, quizá empezaba a considerar que era deber ineludible apresarlo o, mejor aún, fusilarlo allí mismo.  Sin embargo no les dio tiempo a tornar una resolución; habló de nuevo con el tono lacónico que empleaba para dictar una orden, como si estuviera frente a sus propios soldados:
                -Necesito   hablar    con   su   jefe. Condúzcanme   hasta  el    campamento.
                  El sentido de la disciplina se impuso casi naturalmente.
                  -Está bien, general.  Síganos.
                  Luego, rodeado por esos jinetes desconocidos, se esforzó por reprimir una sonrisa, divertido no por recibir la pasiva obediencia de la partida, sino más bien por los ojos deslumbrados que se posaban sobre él, sin duda con respeto y delectación, tal vez aún aturdidos por el suceso increíble de tenerlo allí, solo y sin defensa, Le hubiera gustado que sus hombres contemplaran esa escena; les habría hecho desalojar todo recelo y admitir por fin que el medio elegido para establecer la paz no era irrazonable ni  demasiado complejo.
                 Viajaron largo rato en un silencio apenas destruido por breves indicaciones para evitar algún bosquecito o preferir un atajo.  Finalmente, cuando ya anochecía, llegaron a El Pino, erguida la estancia con aspecto majestuoso, casi inaccesible, bordeada por una frondosa arboleda.  Los soldados ubicados a su alrededor conservaban una postura rígida, al parecer completamente ajenos al frío arrollador, aferrando las armas con el claro propósito de rechazar cualquier sorpresivo ataque.  Desde la amplia entrada un oficial salió a recibirlos.
                  -Diga  usted al coronel  que  deseo verlo  en seguida -exclamó él,
autoritario, dándole el carácter de un subalterno.

                  Al reconocerlo, una mezcla de incredulidad  y asombro embargó al oficial y, por unos segundos, deslizó la vista sobre sus compañeros, a la búsqueda de una explicación lógica; al fin, tal vez creyendo que no quedaba otra alternativa, se cuadró en una actitud de acatamiento.
                   -Lo siento, general.  El coronel no  se   encuentra  aquí  en  este momento.
                  -Entonces lo esperaré -replicó él, saltando del caballo-, indíqueme usted la habitación del coronel.
                    Dispuesto a satisfacer su pedido, el oficial se dio vuelta y él lo siguió rumbo a la casona, con pasos firmes y apresurados, desdeñoso de la fascinante curiosidad que despertaba en los soldados.
                    Una atmósfera de quietud y agradable tibieza descansaba en el interior de la estancia.  Cruzaron una sala desierta, luego un corredor embaldosado, hasta llegar a una puerta que el oficial abrió mientras lo invitaba a pasar con un gesto.
                    -Aquí es, general.
                    -Bien, puede usted retirarse; estoy bastante fatigado y tengo el sueño ligero.
                    Al quedar solo, echó un rápido vistazo sin interés por el cuarto donde el ropero, un pequeño escritorio, dos sillas y la cama conformaban el austero mobiliario; la limpieza y el orden se destacaban de manera notable, como si hubieran acabado de arreglar todo.  Después se acostó, sin quitarse las botas, entumecidos los miembros por el frío y el agotamiento, pero con la serena satisfacción que experimentaba luego de ganar alguna contienda, pues ya lo gobernaba la absoluta certeza de que el triunfo premiaría la obra que llevaba a cabo. Mientras consideraba que al fin podría gozar del esperado reposo, se vio sacudido de nuevo por el recuerdo de Dolores, que se presentaba como una meta súbitamente cercana, el grato refugio para compensar tantos años de soledad y renunciamiento.

 
                Distinguió primero, a través de la ventana, algunos hombres que mantenían celosa guardia, empuñando las armas con velada amenaza.  Luego vio la puerta abrirse con estruendoso violencia, por impulso de un viento huracanado, para dar paso a un oficial y dos soldados, casi en formación marcial, los rostros marcados por una implacable rigidez. Mi curiosidad se convierte de pronto en azorado desconcierto.  El piso comienza a moverse.  Me hundo en un torbellino tan absurdo como el sentido de las palabras que resuenan en mi cabeza con la fuerza de un lento, demoledor mazazo.
                   -Desde este momento se encuentra usted arrestado, general  
-el oficial habló con voz neutra, tajante como una puñalada-.  Por orden del coronel, dentro de una hora será fusilado.
                    ¿Mantener la calma?  Estaba demasiado acostumbrado a salir airoso de los campos de batalla, de enfrentar sin inmutarse las descargas enemigas, de presenciar la muerte con aplastante frecuencia.  Sin embargo, ¿cómoo descartar la gravedad de esa inesperada sentencia?
                   -Creo que se trata de un lamentable error.  Dígale al coronel que debo verlo de inmediato.  Vine aquí para arreglar todo pacíficamente.
                   -No, general -contestó el oficial, sosteniendo con altivez su mirada-.  Tendrá que permanecer en este cuarto, sin ver ni hablar con nadie, hasta el momento de la ejecución.
                  Tuvo un acceso de ira, sintió la sangre quemándole la cara.  Dio un paso hacia el oficial al tiempo que llevaba su mano hasta la empuñadura de la espada, rápido y decidido, repitiendo el gesto que varios años atrás había hecho vacilar a Bolívar.
                   -Le ordeno a usted que...
                   No puedo terminar la frase; tampoco consigo desenvainar el sable. Los soldados se abalanzan sobre mí. Me desarman con gestos cargados de brutalidad, que parecen tener el único propósito de humillarme. Me empujan al rincón y quedo tambaleante, con la bochornosa sensación de estar desnudo, ridículo y ya completamente vencido. Inútil pretender darles cualquier orden o exigirles explicación.  De improviso, como si se hubiera descorrido un velo y llegaran al final de la comedia, se habían resuelto a concederle el tratamiento merecido por el jefe del ejército adversario, el hombre que representaba un constante peligro, cuya liberación constituiría un largo y definitivo triunfo.
                  Cuando salieron los hombres y cerraron con llave la puerta, se vio abrumado por el hecho, atroz  e inmodificable, de que había caído en una trampa hábilmente preparada.  Ahora lograba percibir que todo obedeció a una perfecta confabulación: primero, la partida que había encontrado en el camino, luego el correcto recibimiento del oficial, por último, el absurdo encierro en esa habitación.  Aspiraron así a concretar m¡ arresto, condenarme sin ningún juicio, semejante a un vulgar asesino que no debe obtener la menor deferencia. ¿Qué razón valedera  justificaba esa actitud arbitraria? ¿Aceptar pasivamente tan ruin atropello?  El cuarto se achica como lazo alrededor de mi cuello, crece la sensación de asfixia, en torno las cosas se movilizan en disparata acrobacia.  Se detuvo junto a la ventana; en el patio, los soldados continuaban la alerta vigilancia.  Aferró los barrotes de hierro con desesperada impotencia, hasta que algo fue imponiéndose con progresiva claridad.  La duda se desvaneció en un gélido abatimiento al comprender que su ejecución no podía tener otra causa que saciar una anhelada y cruel venganza.
                Es el castigo, el pago de lo que hice en Navarro.  Lo ocurrido siete meses atrás, aquella sofocante tarde de diciembre, cuando Dorrego llegó prisionero a mi campamento.  No me dejé presionar por nadie.  Actué.  Por m¡ cuenta.  Después fue comprobando que una extraña transformación se operaba en él.  Todo comenzó a resultarle más sombrío, bajo un aspecto donde imperaba la inquietud y el desánimo.  Así, con el peso de una soledad tan dolorosa e intolerante como una herida que jamás habría de cerrarse, se vio acorralado, sosteniendo una lucha tenaz, sin compasión, completamente inútil para destruir la cada vez más gigantesca, persistente sombra de Dorrego.
                 Me desplomo en una silla;  tengo la certeza de que arribaré a una meta. brusca y contundente, que significará terminar con el cansancio y el remordimiento.  Resulta casi irónico que el deseo de negociar en El Pino una paz perdurable se va a convertir únicamente en una sorpresiva salida para mí. ¿Lamentarlo? ¿Hablar con el jefe de los federales?  Era demasiado mezquino solicitar clemencia, rehuir la condena que, a pesar de su carácter marcadamente feroz, reflejaba tal vez el único modo de saldar los errores cometidos.
                  Como aquella tarde de diciembre, de nuevo se vio consumido por una espera tediosa, abrumadora, aunque su posición había variado.  Ya no era el hombre que aguardaba que sus soldados hicieran efectivo un mandato, sino simplemente un prisionero, alguien acuciado por la ominosa figura de la muerte.  De improviso, urgido por el escaso tiempo de que disponía, casi de un salto se levantó y fue hasta el escritorio.  Abrió un cajón y, luego de revolver un momento el papelería, retiró una hoja en blanco; mojó una pluma en el tintero de plata y rápidamente, rasgando con nerviosa brusquedad el papel, garabateó dos palabras: "Querida Dolores".  Después, como acometido por irrefrenable parálisis, se limitó a quedar con la vista clavada en la hoja, advirtiendo que era incapaz de coordinar lógicamente el tropel de palabras que hubiera deseado volcar en esa última carta.
                 No  llego a escribir nada más.  Repentinamente la enmarañada sucesión de recuerdos febricitantes y agresivos fue relegada por la noción de una realidad ya inapelable, cuando la puerta se abre y entra el mismo oficial que me había comunicado la sentencia, con el semblante endurecido por una expresión grave y desencajada.
                  -Ha llegado el momento, general.
                  Sostuvo esa mirada, franca y serenamente, al tiempo que  aferraba la hoja y con gesto de instintiva cólera la estrujaba entre sus dedos, destruyendo las dos palabras cuya destinataria jamás habría de leer.  Por fin, convertida en una pelota arrugada e inútil, la depositó sobre el escritorio; entonces habló en tono levemente enérgico, tal vez considerando que aún era él quien impartía las órdenes:
                  -Bien.  Estoy dispuesto.
                  Con pasos seguros salió del cuarto.  Luego, el oficial se le   adelantó, con el tácito propósito de guiarlo hacia el esplendente lugar de la ejecución.  De tanto en tanto daba vuelta la cabeza, causándole admiración el celo que ponía en custodiarlo, como si aún ahora, solo y desarmado en ese campamento atestado de enemigos, abrigara el temor de que pudiera escaparse.
                  Cuando llegaron al patio, se estremeció; no supo si por el frío o por lo demás.  Veloz, dirigió la vista en dirección de la estancia a la búsqueda de un cuarto iluminado que denotara la presencia del coronel; aunque todo se encontraba oscuro y en silencio, tuvo la certidumbre de que debía estar apostado en alguna ventana, controlando el fiel cumplimiento de su orden.
                  Después de andar escasos metros divisó, a la indiferente luz de la luna, un reducido pelotón ya formado en correcta línea, los fusiles apoyados contra los cuerpos estáticos.  Con un gesto, el oficial le indicó el rústico patíbulo improvisado junto a un corral de vacas. Sin vacilar, se colocó allí, acosado por la súbita y denigrante visión del otro hombre que, siete meses atrás, había realizado ese mismo acto; de pronto, los dos alcanzaban una íntima consubstanciación, quedaban fijados en el tiempo de manera indeleble.
                  El oficial saca un pañuelo del bolsillo.  Debo enfrentar la muerte como lo hice durante innumerables combates: abiertamente, sin vendas cobardes sobre los ojos.
                  Afirmado sobre los pies, el cuerpo obstinadamente inmóvil, posó la mirada sobre los soldados que ya mantenían las armas en actitud de tiro.  Cerca de ellos, el oficial; en su mano derecha, el sable despedía un reflejo tenue y lúgubre.  Quebrando abruptamente la honda quietud de la noche, relampagueó una voz en grito claro:
                 -¡Fuego!    


 
                 Un líquido amargo empieza a correrme por los labios.  La firmeza va desapareciendo de mis piernas.  La visión se torna borrosa.  Abro los brazos para evitar la caída, el insondable vacío del pozo en que me voy hundiendo. Un enloquecido remolino me atrapa.  Crece la oscuridad.  El silencio me cubre como un manto colosal.
 

               La presión sobre un hombro pareció tener el vigor de una artera y decisiva puñalada final.  Sobrecogido por un nervioso temblor, se sentó violentamente en la cama; observó a su alrededor, parpadeando varias veces, en un esfuerzo por desalojar la pesada bruma que aún lo oprimía, mientras procuraba reconocer la habitación, recordar el sitio donde estaba.
                  Por fin detuvo los ojos en el soldado que se encontraba de pie cerca de él; al oír sus palabras logró comprender la misión que lo había llevado allí.
                  -El coronel manda avisarle que vendrá a verlo y tendrá un gran placer de abrazarlo.  Mientras tanto, sírvase, general.
                   Entonces, con una leve sonrisa de agradecimiento, el general Juan Lavalle tendió una mano para recibir el mate que le hacía llegar Juan Manuel de Rosas.

* Este cuento fue seleccionado en el Concurso de Cuentos Gaspar L. Benavento. Buenos Aires, Revista Bibliograma, 1976.

   Incluido en el volumen Cuentos del concurso Gaspar L. Benavento. Buenos Aires, Revista Bibliograma, 1977.

   Incluido en la Antología literaria regional santafesina. Santa Fe, Cuadernos La Región de Fundación Banco Bica, 1983. 2ª edición, 1985.

  

Redoble por un viejo soldado   Apenas abandonó el mísero jergón, se dispuso para una nueva jornada. Como si volviera al campo de ...