Redoble por un viejo
soldado
Apenas un sueño
Apenas abandonó el mísero jergón, se dispuso para una nueva jornada.
Como si volviera al campo de batalla. Sin miedo. Le gustaba eso, jugar
voluptuosamente con la idea de regresar al tiempo en que, al redoble de su
tambor, marchaba imperturbable entre los briosos caballos, sorteando los tiros
de morteros y el frenético cruce de los sables.
Con extrema lentitud -al despertarse siempre tenía el cuerpo entumecido
por el peso de la vejez y el agotamiento que el breve sueño no lograba aplacar
-fue hasta la mesa donde todas las noches colocaba sus prendas. Se puso el
pantalón, luego la camisa desprovista de botones, por último la chaquetilla
que ostentaba hombreras doradas. De nuevo, al efectuar ese acto rutinario, lo
embargó un sentimiento de melancolía y lástima al notar el grado de deterioro
que presentaba la ropa. Con jirones en varias partes, sin huella de los colores
originales. Vieja y arruinada como yo. Pero no la dejaré por nada del mundo.
Orgulloso. Usarla le ayudaba no sólo a revivir un pasado fulgurante, sino
también a sentirse aún vital, poderoso. Le confería la certeza de seguir al
lado del general Belgrano.
Resuelto a obedecer sus órdenes, acompañándolo tanto en horas de triunfo como en las de Infortunio y crueles derrotas. La vida le había deparado el privilegio de incorporarse a su ejército al pasar por Santa Fe en el trayecto hacia el Paraguay. Tuvo al fin la oportunidad de demostrar todo lo que sabia: marchar a caballo, empuñar una lanza, tocar el tambor. La cosecha obtenida en el Cantón de la Soledad, donde aprendió a manejar las armas y empezó a participar en el duro ejercicio de la milicia, y en las refriegas ocurridas en Buenos Aires para echar a los odiados invasores, y en los fortines que custodiaban la frontera del norte. Así aprendí a hacerme hombre, afirmaba evocando los ajetreados días en que pudo desechar todo vestigio de temor y vacilación, se hizo fuerte, salió airoso de recios obstáculos. Había valido la pena. Al ingresar en las filas del admirado general recibió la recompensa, el mejor regalo. Sus ojos mansos parecían estar siempre sobre mí. Controlándome. Atento a felicitarlo por un acto de arrojo o reprocharle un error. Sin duda se había tratado de una sugestión, producto del celo con que deseaba comportarse ante él. Pero todavía no lograba relegaría. Especialmente al cumplir el rito de ponerse el uniforme. A lo mejor es la forma de tenerlo cerca, de no encontrarme tan solo. Largos años habían pasado juntos, desde la contienda de Maracaná, pasando por Tacuarí, la masiva retirada de Jujuy y los feroces combates contra los realistas, hasta el definitivo alejamiento del general. Entonces me sentí perdido. Sin vigor ni ánimo para continuar la lucha.
Resuelto a obedecer sus órdenes, acompañándolo tanto en horas de triunfo como en las de Infortunio y crueles derrotas. La vida le había deparado el privilegio de incorporarse a su ejército al pasar por Santa Fe en el trayecto hacia el Paraguay. Tuvo al fin la oportunidad de demostrar todo lo que sabia: marchar a caballo, empuñar una lanza, tocar el tambor. La cosecha obtenida en el Cantón de la Soledad, donde aprendió a manejar las armas y empezó a participar en el duro ejercicio de la milicia, y en las refriegas ocurridas en Buenos Aires para echar a los odiados invasores, y en los fortines que custodiaban la frontera del norte. Así aprendí a hacerme hombre, afirmaba evocando los ajetreados días en que pudo desechar todo vestigio de temor y vacilación, se hizo fuerte, salió airoso de recios obstáculos. Había valido la pena. Al ingresar en las filas del admirado general recibió la recompensa, el mejor regalo. Sus ojos mansos parecían estar siempre sobre mí. Controlándome. Atento a felicitarlo por un acto de arrojo o reprocharle un error. Sin duda se había tratado de una sugestión, producto del celo con que deseaba comportarse ante él. Pero todavía no lograba relegaría. Especialmente al cumplir el rito de ponerse el uniforme. A lo mejor es la forma de tenerlo cerca, de no encontrarme tan solo. Largos años habían pasado juntos, desde la contienda de Maracaná, pasando por Tacuarí, la masiva retirada de Jujuy y los feroces combates contra los realistas, hasta el definitivo alejamiento del general. Entonces me sentí perdido. Sin vigor ni ánimo para continuar la lucha.
Procurando desalojar los recuerdos, terminó de atar los trozos de cuero
que en otros tiempos habían constituido sus impecables botines. Después fue
hasta la puerta. Antes de abrirla, se detuvo. Y con una mezcla de respeto y
casi morbosa delectación, deslizó las manos por el tambor colgado de la pared.
Como otras veces, el instrumento gastado por el uso y la humedad le permitió
establecer un rápido vínculo con aquella época que, pese a rescatar muchos
instantes de gozo y aliento, ahora, al quedar definitivamente perdida, agudizaba
la comprobación de encontrarse hundido en ruinoso estado de pobreza y
aislamiento. El parche que batió con euforia en la batalla de Salta e hizo sonar lúgubremente en
Vilcapugio cuando sobrevino la desolación y la muerte, y al que concedió un
majestuoso acorde aquel 25 de mayo de 1812 durante la bendición de la bandera
nacional en Jujuy. Callado o muerto. Ya nadie quiere ni le interesa
escucharlo. Reducido a una reliquia que otorgaba prestancia al rancho y debía
custodiar celosamente. Luego de retirarse del ejército, no por deseo o falta
de voluntad, sino por sentir el cuerpo quebrantado por más de cincuenta años de
incansable bregar, una sola vez volvió a tocarlo. No obstante su férrea
negativa, temiendo que la incapacidad le jugara una mala pasada y la vergüenza
borrara la honra afanosamente ganada, un día claudicó. Fue por él, por el
ilustre general. Para participar en el homenaje de todo el pueblo por la
inauguración de una estatua ecuestre en Buenos Aires. Mi modesto tributo. El
modo de expresarle mi afecto y gratitud. Aquella tarde, en la Plaza de Mayo,
se vio sobrecogido por una dosis de miedo, debilidad, incertidumbre, al notar
que todos, hombres, mujeres y niños, estaban pendientes de él. Inquisitivos.
Ansiosos.
A la espera de apreciar su destreza. Y entonces, en una tentativa por reanimarse, imaginó que los múltiples ojos eran sólo dos, aquellos del general, claros y de infinita ternura. Tengo que hacerlo. Por él. No puedo fallarle en esta patriada. Aferrando los palillos con las manos reumáticas, comenzó a golpearlos sobre el tambor, al principio con trémula suavidad, a manera de ensayo, pero poco a poco, a medida que otras jornadas esplendentes lo invadían en tropel y estimulaban su cuerpo achacoso, creció el sonido. Seguro. Marcial. Impetuoso. Como si estuviera celebrando la conquista más gloriosa. Hasta que el estallido de los aplausos y las voces jubilosas colmaron el ámbito de la plaza. Un homenaje también para mi. El último. Después prevaleció el definitivo silencio para el tambor, la indiferencia y el olvido de todos para él.
A la espera de apreciar su destreza. Y entonces, en una tentativa por reanimarse, imaginó que los múltiples ojos eran sólo dos, aquellos del general, claros y de infinita ternura. Tengo que hacerlo. Por él. No puedo fallarle en esta patriada. Aferrando los palillos con las manos reumáticas, comenzó a golpearlos sobre el tambor, al principio con trémula suavidad, a manera de ensayo, pero poco a poco, a medida que otras jornadas esplendentes lo invadían en tropel y estimulaban su cuerpo achacoso, creció el sonido. Seguro. Marcial. Impetuoso. Como si estuviera celebrando la conquista más gloriosa. Hasta que el estallido de los aplausos y las voces jubilosas colmaron el ámbito de la plaza. Un homenaje también para mi. El último. Después prevaleció el definitivo silencio para el tambor, la indiferencia y el olvido de todos para él.
Con movimiento brusco, casi huyendo, salió del rancho. El sol le azotó
implacable los ojos. A pesar de parpadear repetidas veces, debió marchar más
enceguecido que lo habitual hacia el centro de Santa Fe. Luego de tres o
cuatro cuadras, la vieja herida en el pie que arrastraba desde la batalla de
Tucumán lo obligó a disminuir el paso, a renguear de manera más ostensible.
Pero no le importó el dolor. Como siempre, lograba avivar una íntima
satisfacción. Es lo único que no perderé ni podrán quitarme. Recordando, con
desolada impotencia, que dos días atrás el gobierno, por cuestiones
económicas, le había suprimido la ración diaria de carne asignada por su
carácter de sargento retirado. Como si hubieran sido inútiles mis servicios.
Ningún valor tantos años de lucha por la patria.
Sofocado, buscó el apoyo de una pared. Permaneció largo rato quieto,
mareado por el ruido de la calle y el presuroso andar de hombres y mujeres.
Cuando pudo recobrar un poco las fuerzas, decidió iniciar la tarea. La única
que ahora le permitiría sobrevivir. Con bochorno y desazón.
Mecánicamente tendió una mano.
El día negado
Después
de trasponer la puerta, dio unos pasos por el comedor, en una especie de
reconocimiento de afanoso intento por familiarizarse otra vez con todas esas
cosas que durante dieciocho años habían formado parte del afecto, los sueños,
los juegos, pero que ahora, de improviso, asumían el carácter de algo raro,
casi desconocido.
-Está
guardada en tu dormitorio -su madre tuvo la virtud de presentir el motivo de la
indecisión o búsqueda-. Nadie la tocó mientras estuviste ausente.
Hizo
un leve gesto a modo de agradecimiento. Imaginó el celo y la dedicación de sus
padres para mantener limpio, inmaculado, lejos de manos extrañas, el
instrumento que le habían regalado no sólo como premio por las excelentes notas
obtenidas en los estudios, sino también con el propósito de estimularlo para
perseverar en la vocación elegida desde muy chico. Tiene condiciones de sobra.
Llegará a ser un gran concertista. Palabras reiteradas que constituían un modo
de halago y empuje para alimentar sin pausa el recóndito anhelo de convertirse
en una figura relevante. Ser el centro de la atención. Ocupar la primera plana
de diarios y revistas, aparecer por televisión, presentarse en las salas más
importantes del mundo. Despertar envidia, admiración, celos. Por eso, durante
meses y años, desdeñando la compañía de familiares y amigos, sin permitirse
recreos que significaran distracción o pérdida de tiempo, se concentró sólo en
un aprendizaje férreo, obstinado, con la pretensión de alcanzar un estado de
seguridad y plenitud para el día en que, desde un escenario, le tocara
demostrar su capacidad.
No
llegó ese día, sin embargo. No. Fue otra cosa lo que estuve obligado a
realizar. Sin buscarla ni quererla. Bruscamente hecho trizas los sueños y el
cúmulo de proyectos y la libertad que deseaba conservar como uno de los bienes
más preciados. Entonces debí empuñar otro instrumento. Menos agradable. Creado
para provocar la muerte. La llegada de la citación escueta, imperativa, no le
dio la menor posibilidad de protesta. Debía cumplir lo ordenado. Mansamente. Y
al presentarse en el Regimiento de Infantería número nueve, tuvo la revelación
de la guerra inminente y escuchó las encendidas arengas sobre la soberanía y el
honor y la necesidad de luchar en defensa del territorio nacional. Creyó quedar
apresado en una maraña asfixiante. Sin tener el recurso de un gesto negativo.
Obedecer. Lo único. Dejando que los otros impusieran las reglas. Y casi antes
de comprenderlo, se encontró en un lugar inhóspito, obligado a cavar trincheras
y empuñar un fusil y disparar los morteros asediado por el frío implacable y la
cercana presencia de la muerte en los proyectiles arrojados en cada ataque de
los aviones. Sintiéndose atrozmente aislado. Sin defensa. Golpeado por todo
aquello que le habían arrebatado: el afecto de sus padres y amigos, los
estudios, el deseo de cumplir la vocación elegida. Y por eso, cada segundo que
estaba allí, entre el fragor de la lucha y la queja de los heridos y las
órdenes secas y categóricas, le resultó irremediablemente perdido para el logro
de la meta anhelada. Sí. Tal vez lo mejor sea abandonar para siempre la idea de
dar un concierto, de revelar algún día quién soy. Y la impotencia, el miedo, la
progresiva desesperanza crecieron no sólo por las noches, cuando el sueño quedaba
relegado por la invasión de escenas, hechos, rostros, que habían formado parte
de su íntimo y pequeño mundo, ya tan despiadadamente lejano, sino mucho más
después de la explosión. Cuando todo pareció quedar petrificado, destruido, sin
ningún sentido para.
-Vamos.
Allí está. Tómala.
Estremecido
por la súbita voz, tardó unos segundos en tener noción de que estaba de nuevo
en la casa, alejado del estruendo y el horror de las contiendas, frente a su
madre. Mecánicamente observó el sitio que le indicaba. Sí. Como si me hubiera
estado esperando. Pero no efectuó ningún movimiento en respuesta a la
invitación de ella, casi temeroso de aferrar el querido instrumento como había
deseado hacerlo tantas veces en las islas en vez del fusil o la metralleta y,
sobre todo después aislado en la gélida pieza de un hospital, mientras duraba
la lenta recuperación. Lo único que podía otorgarle sentido a la vida o, al
menos, devolverle una cuota de fervor y esperanza. Pero al observar el abultado
vendaje que cubría sus manos, comprobaba que los luminosos proyectos habían
quedado sepultados en aquella tierra lejana. No. Ya nada será igual. Ahora
deberé acostumbrarme a vivir de otra forma. A pesar de la actitud jubilosa de
los médicos, las enfermeras, los amigos y, especialmente de su madre, empeñados
en librarlo de cualquier vestigio de temor y zozobra sobre el resultado de las
incontables operaciones para quitar las esquirlas de la granada. Como si
hubiera ido a las islas de vacaciones. Sin correr ningún peligro. Y ahora estoy
herido por unas simples espinas. Rechazando el afanoso intento de los otros por
presentarle una realidad grávida de alentadoras promesas, olvidados de que sólo
él debía sufrirla en carne propia, sin subterfugio ni ayuda.
Por
fin, en un acto esforzado, cruzó el umbral. Lentamente fue hasta la cómoda
sobre la cual se encontraba la guitarra. Quedó observándola, incrédulo todavía
de tenerla al alcance de las manos después de tantos meses. Y ese hecho lo
sacudió. Implacable. Al comprobar que sus dedos cortados convertidos en
muñones, jamás le permitirían tocar las cuerdas. Y violentamente, mientras
estallaba el grito histérico de su madre, comenzó a golpearla contra la pared.
Apenas un sueño
Creyó
que una aguja le perforaba los oídos al percibir el gemido. Repentino.
Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que
él aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta
y tres años, sólo capaz de efectuar esos
esporádicos y lacerantes sonidos no sólo
para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para
recordarle, con el vigor de una feroz puñalada, que debía seguir cumpliendo la
tarea de cuidarlo. Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y
armónica convivencia de tanto tiempo, de
la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel decisión
de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y tal vez
indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico resultó incuestionable.
No
supo cuanto tiempo permaneció rígida, desprovista de voluntad o deseo para
efectuar cualquier gesto, mientras dejaba que el chorro de agua tibia la
cubriera como una gratificante caricia protectora, hasta aferrar una de las
canillas y abrirla, ansiosa y con brusca violencia, esperando que la irrupción
del agua cada vez más fría tuviera la virtud de despejarla. Cerró las canillas
cuando ya no pudo contener el temblor.
Será muy rápido. No habrá de causarle más padecimiento del que está soportando
ahora. Mientras se refregaba la toalla para devolverle el calor a su cuerpo, la
acosaron una vez más las palabras del
doctor Panizza al entregarle el frasco minúsculo, que contenía un líquido
levemente marrón, poniendo de relieve
una dosis de caridad y aun ternura debido a la imagen de completa derrota que
reflejaban sus ojos desencajados, la creciente curva del cuerpo, la ropa arrugada
y bastante sucia que parecía llevar por simple costumbre. No puede seguir
así, Aurora. Se lo digo como amigo, más
que como médico. Si no quiere internarlo y dejar que otras personas se ocupen
de él, tal vez ya es hora de buscar otra alternativa. Y antes de efectuar un
gesto o pronunciar una palabra -había llegado a un punto en que parecía incapaz
de cualquier reacción, por obra del
agotamiento o la desesperanza o una invencible apatía-, le colocó un frasco en
una mano, la que por unos segundos, sin duda para evitar el rechazo, le hizo mantener
fuertemente cerrada. Piénselo. Es una decisión que debe tomar usted. Y desde entonces, obligada a enfrentar el
dilema más intrincado, se debatió en completa orfandad entre el desconcierto,
la duda y un ineludible acceso de culpa, sin un instante de tregua.
Abandonó el baño sin vestirse, no
por la premura impuesta por el desgarrante clamor, sino por el desdén sobre
todo lo referido a su arreglo personal,
pues ya estaba libre de cualquier mirada indiscreta en el ámbito de la
casa. Junto a la puerta del dormitorio se detuvo. Necesitó apoyarse en el marco, algo mareada y con las piernas
incapaces de dar un paso más, vulnerada
por la habitual pero cada vez más intolerable visión ofrecida por él: los brazos moviéndose en gestos
distorsionados; la cabeza aplastada en la almohada; un hilo de saliva
escurriéndose por la boca desdentada; el quejido monocorde quebrado, de tanto
en tanto, por gritos agudos y lacerantes. Sí. Tal vez soy
la única que puede acabar con esto. Aunque obsedida por la sugerencia del
doctor Panizza, no lograba desechar los
escrúpulos que la maniataban, sobre todo
porque se había impuesto el propósito de
preservar -sin el frenesí de la pasión
y tratando de eludir los estragos de la
enfermedad- a través de una caricia,
algún beso fugaz o la mera compañía, un
hálito del amor que habían compartido durante cuarenta y tres años.
Pero ya le resultaba difícil
lograrlo. Minada por el cansancio. Invencible. Visceral. Quitándole el afán
para seguir luchando o alentar un furtivo soplo de esperanza. Incapaz de
superar el instintivo rechazo de acostarse con él, pues la cama había dejado de ser el preciado
territorio donde encontraron siempre el modo no sólo de obtener una necesaria
tregua o reposo a la jornada diaria sino más bien para prodigarse las
confidencias que alimentaban el clima de intimidad, urdir proyectos y sobre
todo, cuando la ausencia de hijos hizo crecer el sentido del desamparo, relegar
por algunos momentos, en la embriaguez del placer, el asedio de la temida
soledad. Por eso, las últimas noches se limitó a permanecer recostada en un
sofá, sin ánimo o energías para hacer otra cosa que observar, en una casi
alucinada vigilia, al hombre que,
apresado por el dolor excluyente, ya no la reconocía ni podía responder
a cualquiera de sus requerimientos.
La única salida. Tal vez no tenga
sentido desear o esperar otra cosa. De pronto creyó vislumbrar una luz
esclarecedora. Decidida, dio unos pasos
hasta la pequeña mesa atiborrada de
cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses llegaron a resultarle tan
familiares que sabía de memoria el grado de eficacia y el momento de
utilizarlos. Sin vacilar aferró uno: el
último frasco que le había dado el doctor Panizza. Sí. Apenas un sueño. Profundo. Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el
líquido en un vaso. Después,
sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de extremo cuidado, temiendo que se le cayera, se dio vuelta y
caminó hasta la cama. Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y jadeante entre las cobijas desordenadas.
Por
fin, con súbita urgencia, llevó el vaso a los labios. Y bebió el líquido marrón. De un solo trago.
Concierto para violín
y orquesta Op. 61
Primero
fue un dolor indefinido en el pecho; después, un cosquilleo en el fondo de la
garganta; por último, el estallido de una tos seca y perentoria.
Entonces permaneció inmóvil, hundido en el
asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno,
tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención
en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se
encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el
escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en
cada nota del concierto.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando
de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una
voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano
en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo,
comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de
tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar
de la orquesta. Sin
duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar
entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que
obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato. La
certeza de hallarse apresado en el
asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado
de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo
toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la
ineludible invasión de la tos.
Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
-Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza, algo sorprendido por el ruido del papel
rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el
rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
-Tiene la garganta muy seca. Un caramelo
lo aliviará. Pruebe.
-Vamos, amigo -intervino el hombre que
estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
-Está bien -debió admitir que podía ser
una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del
papel, tomó un caramelo-. Gracias.
-¿Me permite, señorita? -exclamó un joven
sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también
siento una molestia en la
garganta. El cigarrillo, sabe.
-Por supuesto. Sírvase. Y usted, ¿gusta uno?
Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta
y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se
mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una
nueva y fascinante diversión.
-Oh, es usted muy atenta.
-¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
-De chocolate, como me gustan a mí.
Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un
sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había
realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente
estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya
nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio
colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos.
Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las
voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito. Sintió el deseo de
protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro.
Pero, al dirigir la mirada hacia el
escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar.
Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente. Le
costó aceptar que hubiera concluido el concierto y atribuyó semejante actitud a
una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un
carácter fantásticamente increíble al
observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo
desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto.
Porque fijamente erguido, el rostro grave
y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató
de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y
charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.
_______============== oooOOOooo ==============________
El hombre que tenía miedo
Cuentos
Rafaela,
Ediciones E.R.A. (Escritores
Rafaelinos Agrupados), 1974."Es un conjunto de episodios donde el autor cala hondo en la tremendidad humana. Un escalado dramatismo transita estos cuentos donde la justeza de un idioma sobrio y adecuado pone la instrumentación al servicio del tema. Merecidamente premiado, si nos valemos de esta muestra, Balzarino es un escritor de garra, un arquitecto de la anécdota a la que le otorga la jerarquía y el despliegue de su natural sentimiento narrativo."
Luis Ricardo Furlan. Diario Castellanos, Rafaela, 9 de octubre de 1974.
*************
El
refugio
Con el mismo fervor de otras noches, caminó de
manera sigilosa por las dormidas calles del pueblo rumbo a la plaza escasamente
iluminada. Luego de sentarse en el banco
de costumbre, se dedicó a observar a su alrededor, algo temerosa de que él
faltara a la cita. Pero no pasó
demasiado tiempo cuando dos manos bordearon su cintura y la obligaron a darse
vuelta, con una sorprendida exclamación de alegría. Vamos, ya es tarde, lo urgió apenas pudo
apartarse de la boca apremiante y con una suave presión de su cuerpo lo impulsó
a la marcha. No me gusta ir allí, creo
que nos traerá problemas, la voz de él tembló en un claro signo de pesadumbre,
pero no obtuvo de ella más que una risa burlona, casi provocativa, mientras
trataba de calmarlo como si fuera un chico que necesitaba protección y le
rogaba que no tuviera miedo, pues el primer piso de la casa de la señora
Benítez resultaba sin duda el mejor sitio para disfrutar unos momentos de
placer, libres y tranquilos. La vieja no
oiría el estallido de una bomba a dos pasos, afirmó ella en un intento de
justificar la seguridad de ese refugio y poco a poco la alarma de él se fue
desvaneciendo por imperio del fascinante atractivo de la aventura compartida
casi todas las noches. Trabados en un
abrazo que alentaba un impetuoso deseo, abandonaron el pueblo y entonces se
internaron por un largo y angosto sendero bordeado de frondosos árboles hasta
desembocar en una casa alta, de aspecto imponente, pálidamente definida a la
luz de la luna.
Durante unos minutos
observaron a través de la ventana el interior donde habían estado con mucha
frecuencia no sólo en las últimas semanas sino también varios años atrás, en el
despreocupado tiempo de la infancia, cuando iban allí para jugar con José Luis
o para que la señora Benítez les regalara caramelos o les contara alguna
pintoresca historia. Por fin marcharon
hasta la puerta, que a veces se encontraba cerrada con llave y el común anhelo
quedaba frustrado, pero ahora pudieron abrirla fácilmente y después, con
reconfortante alivio, penetraron como furtivos ladrones en la tenue penumbra
donde el conocimiento adquirido a lo largo de muchos años les permitió moverse
con rara habilidad entre los objetos y muebles.
El inconfundible sonido de platos y cubiertos llenaba de manera casi
estridente el ámbito de la casa y mientras ella susurraba la vieja está en la
cocina, apurate, comenzaron a subir la frágil y desvencijada escalera de madera
con creciente impaciencia por llegar al pequeño recinto donde conseguirían una
intimidad perfecta, arrebatados por el olvido y la dicha. Después de guardar los platos en el aparador,
la señora Benítez echó una lenta mirada por la reducida cocina donde ya todo
denotaba un orden y pulcritud que la colmaban de orgullo; siempre le había
resultado una preocupación obsesiva mantener la casa arreglada en forma
brillante, a pesar de que ahora el reumatismo iba atrofiando sus músculos y
cualquier esfuerzo le provocaba un acuciante dolor. Observó la hora que marcaba el reloj colgado
en la pared y algo fastidiada, con la torpe rapidez que le otorgaban las
piernas endurecidas, se encaminó hacia el dormitorio. Abrió el ropero y, al tiempo que sacaba
algunas prendas, pensó de nuevo en la inesperada carta en que Matilde le
comunicaba la delicada enfermedad de su hijo y recalcaba con acento algo
sombrío el urgente deseo de verla.
Aunque la abrumaban el peso de la vejez y la idea de abandonar la casa,
supo que no tenía alternativa; superando una ráfaga de duda e inquietud,
decidió emprender de inmediato el largo trayecto hacia la Capital, con el ruego
fervoroso de ver a José Luis antes del casi previsible desenlace. El encuentro se concretaba en la oscuridad
que no resultaba un obstáculo sino más bien una perfecta aliada, pues todo lo que
ocupaba ese estrecho cuarto -la silla de mimbre, el baúl repleto de libros y
juguetes, la diminuta cama-, formaba parte de un mundo demasiado familiar y ya
lejano, el de la infancia plena de sueños y entusiasmo, cuando se reunían allí
con el hijo de la señora Benítez y pasaban tardes enteras jugando o realizando
las tareas del colegio o sintiéndose felices simplemente por estar juntos. Luego que José Luis se marchó del pueblo,
ellos tomaron la costumbre de regresar allí por las noches, subrepticiamente,
amparados en la inmutable sordera de la señora Benítez, no para evocar el
pasado sino con el único propósito de alcanzar unos momentos de placer en ese
refugio cálido e inviolable. Dominada
por una febril ansiedad, ella comenzó a desabrocharle la camisa con premura, en
un gesto que parecía trasuntar cada vez una fascinante novedad, y luego la boca
ávida recorrió el pecho que aún palpitaba como un pájaro asustado mientras le
repetía dejá de preocuparse, aquí no podrá descubrirnos, hasta que la reacción
esperada se materializó cuando las manos de él la despojaron de manera brusca e
imperiosa de la ropa que fue cayendo al suelo como algo molesto e inútil. Depositó sobre la cama el raído vestido que
usaba diariamente y, luego de echar un rápido vistazo al interior del ropero,
donde el escaso contenido no le ofrecía mucho para elegir, se decidió por un
traje gris que reservaba siempre para las ocasiones especiales; y sin duda
visitar a José Luis era una de ellas, quizá la más importante en el curso de
los últimos siete años, después que su partida hacia la Capital la precipitó a
una progresiva soledad que ya nada pudo atenuar, ni el desarrollo de los
quehaceres diarios, ni las reuniones con las amigas, ni la relectura de las
esporádicas cartas en que él le notificaba el súbito casamiento o los ascensos
obtenidos en el trabajo. Por eso,
apresada por la fatiga y el desaliento, se fue hundiendo en el laberinto de los
recuerdos como una forma de consuelo o de aliviar el penoso avance de la vejez,
cuando abruptamente la sacudió una realidad sorpresiva y cruel al recibir la
carta de Matilde. Hizo un esfuerzo por
reponerse; la posibilidad de ver y abrazar de nuevo a José Luis parecía
compensar una larga etapa de sufrimiento y la obligó a vestirse con rapidez. Luego de tomar la valija y, mientras marchaba
lentamente, deslizó la mirada sobre todos los objetos a modo de despedida, algo
disgustada por dejar la casa sin duda por varios meses; por eso, como había
hecho con todas las ventanas, puso sumo cuidado en asegurar la puerta principal
con el firme propósito de malograr el ataque de cualquier intruso. Las manos de él se deslizaron con extrema
lentitud sobre la suave piel del cuerpo que yacía en total abandono mientras no
cesaba de repetir ya es tarde, será mejor irnos de aquí, pero sólo obtuvo la
risa jubilosa de ella como respuesta, no seas miedoso, la vieja no podrá
descubrirnos, vamos a esperar un rato más.
Cuando se desvaneció toda huella de placer, acordaron en vestirse. Al llegar a la puerta de salida advirtieron
que estaba cerrada con llave; pensando que la señora Benítez se había acostado,
marcharon hacia el dormitorio a tientas y tropezando contra algunos
muebles.
La ausencia del fuerte y
habitual ronquido les hizo encender una lámpara sin ningún cuidado, impacientes,
con un presentimiento que fue transformándose en terror a medida que recorrían
la casa y comprobaron que estaban solos, sin poder cruzar las ventanas enrejadas ni las puertas de
madera indestructible. Los gritos de
rabia y auxilio llegaron a expresar una total impotencia al comprender que
nadie iba a escucharlos, no había ninguna casa vecina, el pueblo se encontraba
a más de un kilómetro, y no tenían idea sobre cuándo regresaría la señora
Benítez.
Un tigre me persigue
Escapar. A
cualquier parte. Ponerme a salvo. La única reacción al descubrirlo en un rincón
del jardín, agazapado, en la postura de repentino ataque. Cruzo las calles sin
respetar los semáforos ni prestar atención a las personas y vehículos que
bruscamente se apartan de mi camino. Al llegar a la ruta, el viento me despeja
y la infinita franja asfáltica surge como una promesa de absoluta libertad.
Relegar las presiones y las ironías y el desprecio de los demás. Dejar de ser
tildado de loco. Como ocurrió desde la época del colegio, cuando él surgió por
primera vez. Aquella mañana
jugaba con otros chicos. Al caer la pelota entre unos arbustos, fui a
buscarla; pero no llegué a recogerla, porque divisé, a escasos metros, un
tigre en temible acecho.
Les informé a mis compañeros pero, tras buscarlo en
vano durante un largo rato, no me creyeron. Desde entonces, temiendo caer en
las garras del tigre, rogué que se presentara ante la vista de todos para
demostrar que no mentía ni desvariaba. Desatendí los estudios, dejé de
participar en los juegos de mis amigos, cerraba puertas y ventanas de manera
obsesiva. Alarmada, mi madre me llevó a varios especialistas. Algunos
atribuyeron la causa a una fantasía demasiado ingeniosa, y otros, a un claro
síntoma de cansancio y debilidad. Dado que los variados tratamientos y
sugerencias no modificaron nada, decidí asumir una conducta cada vez más precavida.
En el curso de los años no quise confiar a nadie los sorpresivos
enfrentamientos con el tigre y únicamente me limitaba a buscar con rapidez un
refugio seguro. Pero bastaba mi palidez o agitación o la entrada abrupta
en una pieza para que todos presintieran de inmediato cuál era el motivo. El
menosprecio y la incomprensión me hundieron en una angustiosa soledad. Creí
tener una mácula horrible que me separaba de todos. El asedio resultó más
artero en los diversos lugares donde debía trabajar, no tanto por las sonrisas
solapadas o por apodarme el loco del tigre,
sino más bien por el carácter de las bromas. Usaban un disfraz que los
asemejaba al tigre o emitían rugidos o
desordenaban los papeles del escritorio como si fuera obra del animal. De nada
servía cambiar de empleo. Muy pronto otras personas repetían lo mismo. Por
momentos juzgaba que todo era producto de mi imaginación; pero bastaba un nuevo
encuentro con el tigre para desalojar las dudas. A veces consideraba que entre
él y yo existía una secreta comunicación, de la cual los demás estaban
excluidos, ya que mi insistencia por plasmarla ante testigos resultaba
infructuosa. Sin duda por lástima, Celina me ayudó a mitigar la tensión.
Solíamos cenar con frecuencia, ver una película o charlar un largo rato en una
plaza. Por la necesidad de tenerla a mi lado, más que por estar verdaderamente
enamorado, le propuse matrimonio. Por varios meses todo funcionó muy bien. El
amparo de Celina me libró de la sórdida persecución del tigre. Lo olvidé hasta
aquella noche en que, al ir a comprar un postre, saltó desde un baldío. Por suerte conseguí eludirlo
y corrí hasta la casa. Ella se mostró más disgustada por la falta del postre
que atenta a la explicación sobre lo ocurrido. Y dio la primera prueba de estar saturada. Pensé que ya te
habías olvidado de esa historia. La dura reprensión apresuró el desenlace. Poco
a poco la ternura y el entendimiento se desvanecieron por la certidumbre de mi
locura. Por eso no me sorprendí demasiado esta mañana al encontrar sobre la
mesa del comedor un papel donde justificaba su alejamiento. Ella, como los
otros, me había dejado completamente solo frente a mi enemigo. Y al verlo en
el jardín, supe que no podía pedir ayuda. Huir.
La única salida. El acelerador toca el fondo. Siento el cuerpo estremecido. Una niebla dificulta la visión. No llego a distinguir la curva cerrada. Tampoco la aterradora presencia del camión. Sin posibilidad de esquivarlo. No...
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La única salida. El acelerador toca el fondo. Siento el cuerpo estremecido. Una niebla dificulta la visión. No llego a distinguir la curva cerrada. Tampoco la aterradora presencia del camión. Sin posibilidad de esquivarlo. No...
Para las
numerosas personas que se acercaron al automóvil caído en una profunda zanja, a
pocos metros de la carretera, no fue tanto un motivo de asombro y
desorientación comprobar que el conductor estaba muerto, sino descubrir, entre
el cúmulo de hierros, el cuerpo estrujado pero claramente reconocible de un
tigre.
* Este cuento obtuvo el Primer Premio en el Concurso de cuentos cortos - 1984, otorgado por el Tiro Federal y Deportivo, Morteros, Provincia de Córdoba.
Incluido en el libro Todos amábamos a Virginia Crespi. Santa Fe, Editorial de l'aire, 2015.
* Este cuento obtuvo el Primer Premio en el Concurso de cuentos cortos - 1984, otorgado por el Tiro Federal y Deportivo, Morteros, Provincia de Córdoba.
Incluido en el libro Todos amábamos a Virginia Crespi. Santa Fe, Editorial de l'aire, 2015.
El
ordenanza
Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de
la cafetera. Luego revolvió con una cuchara el café hasta que
desaparecieron los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color
oscuro, definido e intenso. Como el de todos los días. No se darán
cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el
habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un
año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la
cafetera, en la bandeja.
Ya está. Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría
la concreción de su plan. Aparentemente todo estaba como de costumbre, y,
sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos
otros días; hoy, por fin, poseía el modo -que consideraba
poderoso e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de
vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado
hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.
Pero
ahora se liberaría definitivamente. Hoy se rebelaría contra el pertinaz
asedio de los demás -no sólo de esas seis personas junto a las que trabajaba,
sino también de todas las que conoció desde su niñez- a causa del defecto
físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre
una lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación.
Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue
reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo,
acentuando más aún la certeza de su incapacidad. Y no pudo evitar ser
llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en
los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían encontrado a través
de su renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil
porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y
el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e insensiblemente,
sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado hacia quienes lo
rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad inaudita, el momento
de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse. Y ese deseo lo obsesionó
durante días, meses, años... Pero como el tan anhelado instante siempre
era postergado por su indecisión o temor o falta de oportunidad, comenzó a
creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el
capricho de todos.
Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la
precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a
trabajar), pareció internarse en un laberinto sin salida; en el primer lugar
donde trabajó se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar
dificultoso provocó burlas procaces y despiadadas; y entonces, para liberarse,
dejó esa ocupación y buscó otra; pero volvió a ocurrir lo mismo, y así,
cambiando incesantemente de trabajo -siendo cadete o repartidor de
almacén o aprendiz de mecánico- se fue hundiendo cada vez más en una
existencia sórdida y miserable.
Y durante años vegetó
sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea, considerando
a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso enemigo.
No me tratarán siempre como a un perro. Haré algo para impedirlo. Pero el
momento de plasmar su deseo parecía siempre el inalcanzable.
Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que
descargaría sobre seis personas, brutalmente. Ya no volverán a burlarse
de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil,
observó su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.
Lentamente levantó la
bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició la marcha con
cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a mantener un
equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar -lo
que era muy frecuente- y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada,
o postergada de nuevo, su venganza. Debo tener marcho cuidado. Aquí
llevo una bomba.
Mientras caminaba pensó
que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable que el
de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la
actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos
que había conocido, los que hallaron en él -como el juguete nuevo en poder de
un chico- la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los
días la conseguían de modo distinto: tirando papeles en el piso que él
acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse
de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída
con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.
Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a
continuar su fuga constante y disparatada. Permaneció allí, dispuesto a
concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
E inesperadamente
supo cómo obtenerlo.
Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las
flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín. Sí. Por
fin sabrán todos de lo que soy capaz. Por eso había sacado un poco del
veneno que su madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
Lentamente cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí
se detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas. ¿Cuánto tardarán en
morir? Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en
seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno
-minutos, horas o quizá días-, sino más bien que coronase totalmente su
propósito.
Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como
queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente.
Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y
oyendo una voz familiar, la abrió.
Quedó algo desconcertado. Allí no estaba sólo el gerente, como
todas las mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados.
Todos: los seis. Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en
él, casi con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez;
y esa fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta
entonces.
No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los
seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que
revelase la habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si
ocurriera algo muy importante. Pero, ¿qué pasa? Casi presintió el
fracaso de su plan, porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora,
confería un carácter desusado a la monotonía de las otras mañanas.
-Puede servir el café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable
que no era el de costumbre-. Lo tomaremos aquí.
La voz lo sorprendió. Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que
faltaba para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.
Depositó la bandeja sobre el
escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por el silencio y las
miradas de ellos -en ese momento atentas, fijas en él-, tomó la cafetera con
mano temblorosa y sirvió el café. No se darán cuenta. Casi rogó que fuese
así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo -su
nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro
que otras veces- develara lo que sucedía.
Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café.
Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con
un placer morboso y desconocido. Ya está. Ahora dormirán para siempre.
Y tuvo el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que
había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque
ellos -sólo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto
sobre él- acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había
estado gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender,
finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.
Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus
labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos
semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se
tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas.
Recordó las diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que
su madre rociaba las plantas con veneno. Aunque él no podría contemplar
esas caras descompuestas por el dolor y la agonía.
Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la
puerta, la voz del gerente lo detuvo:-No se vaya, Aurelio.
Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba
ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las
piernas débiles. Estoy perdido. De pronto creyó que esas seis
personas se convertirían en indignados acusadores. Pero cuando su mirada
aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales,
todo su miedo se transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la
voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:
-Hoy hace un año que usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su
eficacia y dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y tomando
un pequeño paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó-. Sírvase.
Esperamos que sea de su agrado.
* Este cuento obtuvo el Premio Mateo Booz 1968, otorgado por la Asociación Santafesina de Escritores, Santa Fe.
* Este cuento obtuvo el Premio Mateo Booz 1968, otorgado por la Asociación Santafesina de Escritores, Santa Fe.
Las
otras manos
Sí. Trato de imaginar que nada ha
ocurrido. Los tres juntos. Como siempre. ¿Recobrar así fragmentos del
pasado? No. Sin duda ya no podré. Rehuir el presente, más bien.
Aliviar el peso espantoso de la realidad. ¿Soy culpable? Sólo quería
acabar con la rutina y el aislamiento. Estaba agotada. Casi veinte
años convertida en una máquina. Lo mismo, día tras día: las tareas de la casa, el almacén y, sobre
todo, Sebastián. Librarlo del castigo de los otros chicos, atenuar el
fastidio de las maestras, resguardarlo del menosprecio general. Lisandro
siempre quiso llevarlo a un instituto donde le brindaran la atención necesaria.
Me opuse. Por cariño de hermana como por un sentimiento de lástima y
respeto. Soportaba un permanente acoso. Creí que algo de
comprensión y ternura hubiera evitado su belicosidad. Pero a medida
que una gordura fofa le deformaba el cuerpo, comprobé que la pasividad y el
silencio eran una simple máscara. El rencor, como una rama seca ante el
leve chispazo, iba a estallar abruptamente. Y sucedió cuando conocí a
Marcial Ugarte. ¿Impedirlo? ¿Renunciar a la libertad,
rechazar para siempre al único hombre que resultaba portador de un cambio?
No quise hacerlo. Mi paciencia había llegado al límite. Estaba
harta de postergaciones y renunciamientos. Lisandro no tardó en censurar mi
conducta. ¿Con qué derecho? Demasiado tiempo vegetando en la oscuridad.
Callada, con los dientes apretados. Ya era hora de vivir sin ataduras ni
rendir cuentas a nadie. Ajena a la inquietud de Lisandro y los
intempestivos ataques de Sebastián, me sublevé. Otra persona de improviso.
Vital. Arrebatada por un desconocido fervor. Capaz de reír, de
tararear alguna canción por momentos. ¿Todo obedecía a un juvenil, quizá
absurdo enamoramiento? A ellos les pareció una burla o una traición
imperdonable y se mostraron cada vez más hostiles frente al hombre que había
logrado encandilarme. Traté de eludir cualquier roce, las palabras
hirientes, el desgaste de agrias discusiones. De mil modos procuré
hacerles entender que todos podíamos vivir en un clima de concordia,
sin resquemores. Luché para no perder el universo de promesas y sueños y
felicidad que él me ofrecía como un regalo. Fue inútil. No llegué a
disfrutarlo. Todo se desvaneció una semana antes del casamiento.
Ya no encuentro palabras para convencerla de que precisamente quise evitar eso:
que Sebastián sufriera cualquier daño. No tuve otro propósito al pretender
que Marcial Ugarte desapareciera del cálido mundo de nosotros tres.
Yolanda no atendió razones. Acaso sin comprender o advertir la
conmoción que provocaba ese hombre. Tal vez era justificaba. Ya no
soportaba el agobio de la soledad, del trabajo agotador, de la falta de
cualquier clase de diversión. El acercamiento de él tuvo el poder de
trastornarla. Todo surgió distinto. Fascinante, más hermoso,
atractivo. Y se dejó arrastrar por el goce embriagador. Casi
aislada, indiferente. Sebastián resultó el más herido. Demasiado
tiempo había tenido el amparo, la ayuda de ella. Se sintió mortificado
por su actitud algo desdeñosa. Desplazado. Y no pudo aceptarlo.
Sin tener una meta definida, se mantuvo a la expectativa, más hosco y
malhumorado que de costumbre. Advertí que poco a poco todos a su
alrededor adquirían el carácter de feroces enemigos. Me llenó de
inquietud y miedo. Conocía la facilidad con que explotaba en furia
irracional. Se impuso el presagio de una tragedia. Comprendí que existía
un solo medio para evitarla. Una noche fui a casa de Ugarte para pedirle
que se apartara de Yolanda. Decidí llevar una pistola por si no estaba
dispuesto a cumplir mi deseo.
La noche era opresiva. Sin poder dormir por el calor y los mosquitos, me
levanté. Di unas vueltas por el patio. El tapial y las plantas
impedían cualquier soplo de aire. Fui hasta la vereda con la esperanza de obtener un
poco de alivio. Pasé unos minutos allí, observando sin curiosidad la
calle y las casas a oscuras, cuando algo logró quitarme la pesadez del sueño.
El hombre que avanzaba por la vereda de enfrente. Agazapado, los pasos
presurosos. Me di cuenta enseguida que procuraba ocultarse. Al
cruzar bajo la luz de la calle, lo
reconocí. El idiota de los Oliver. ¿Qué hacía allí, a medianoche?
Me quedé tras la puerta para vigilar con mayor tranquilidad. Presentí
alguna cosa bastante grave. Más que por su andar decidido, por el puñal
en la mano derecha. Me sacudió un latigazo de alarma. Todos en el
barrio conocíamos su carácter arrebatado. Golpear a los chicos que le
hacían gestos de burla o tirar cascotes contra las vidrieras en un momento de
histeria, eran ya habituales. Un asilo hubiera sido el lugar indicado
para él, pero la familia se negaba a internarlo. Por fin se detuvo ante
la casa de la esquina. La observó, algo vacilante, como si buscara una
entrada. ¿Qué se proponía? Con un mal augurio, corrí al dormitorio
y llamé a Elisa. Sin atender sus protestas, la conduje hacia la puerta de
calle mientras le explicaba lo ocurrido. Entonces vimos que él saltaba la
verja del jardín y se perdía entre las plantas. Allí vive el novio de
Yolanda, irá a visitarlo, muy pronto serán cuñados, comentó ella con evidente
malestar. Sí, puede ser, aunque resulta bastante raro que entre sin
llamar y armado de un puñal. Eso la despabiló completamente.
Tenemos que hacer algo, rápido. No tuve tiempo de responderle. Una
súbita exclamación, parecida a un llanto estridente o un grito de rabia o
dolor, desalojó la quietud de la noche. Instintivamente nos abrazamos en
procura de mutuo resguardo. Quedamos, así quietos, en tensa espera.
Cuando superamos el estupor, corrimos hasta el teléfono para avisar a la policía.
Sí, señor. Yo atendí el llamado. Me costó entender qué pasaba.
El hombre parecía muy asustado y explicó todo en forma atropellada.
Después de anotar la dirección, llamé al agente Lozano y sin perder tiempo nos
dirigimos al lugar del hecho. Había muchas personas en la calle, a
medio vestir o cubriéndose con sábanas, como si acabaran de abandonar la cama.
Hablaban todos a la
vez, inquietos, agitando los brazos. Nuestra presencia logró imponer
cierta calma. Esperé que se apagaran las voces para efectuar algunas
preguntas. Antonio Rivas, el hombre que llamó por teléfono, ya más
tranquilo, dijo que él y su mujer habían visto al muchacho Oliver entrar en la
casa de Marcial Ugarte. Llevaba un puñal. Eso los sobresaltó.
Pocos minutos después quedaron paralizados por un grito. Fue todo lo que
pudo decir. Debió suspender el relato por culpa de los otros, que
empezaron a opinar sobre ese muchacho al que en el barrio llamaban el idiota o
el loco. No tuvieron reparos en resaltar sus defectos: demasiado
irritable y violento, un riesgo para todos que anduviera libre por la calle,
que sin duda había cometido una barbaridad en casa de Ugarte... Aturdido, los
interrumpí con un grito. Hice una seña a Lozano y, sacando las armas, nos
abrimos paso. Al cruzar la puerta enrejada del jardín, lo vimos salir de
la casa. Por impulso de una tempestad, tembloroso el cuerpo descomunal,
sosteniendo el puñal en gesto amenazador. Lo conocía desde chico y siempre
pensé que su deficiencia mental no resultaba peligrosa, sino más bien era
motivo de compasión. Supe que me había equivocado. Reflejaba una
actitud virulenta, desarregladas las ropas, el cabello alborotado sobre la cara.
Grité para detenerlo. Inútilmente. No pareció oírme ni tampoco ver
al grupo que cubría la calle. De un empujón hizo caer a Lozano y continuó
la marcha. Los hombres y mujeres comenzaron a dispersarse. Asustados.
Tratando de evitar cualquier ataque. Entre gritos de sorpresa y terror.
Comprendí la necesidad de impedir que las cosas se agravaran más aún.
Tuve un segundo de turbación. Pero enseguida se impuso el sentido del
deber. Levanté el arma. Disparé. Creí hundirme en un remolino
al ver tambalearse el cuerpo del muchacho. Dio unos pasos en círculo,
como buscando un apoyo. Por fin se desplomó. Poco a poco, pasado el
peligro, la gente lo fue rodeando. El silencio reflejó una mezcla de
consternación y respeto. Entonces entré en la casa de Ugarte. Luego
de un breve recorrido, lo divisé sobre una cama. Completamente quieto.
Alrededor, claros signos de lucha por la ropa y varios objetos en desorden.
Al inclinarme sobre él sentí una garra fría. Me faltó el aire. No
por comprobar que el hombre estaba muerto sino por descubrir en el pecho, donde
una mancha rojiza cubría la camisa, la perforación de una bala. Quise
gritar. Para expresar una rabiosa protesta o destruir la telaraña que
hacía todo incomprensible: la presencia de la gente, el muchacho Oliver armado
de un puñal, mi disparo, Ugarte muerto... Por eso sin duda personal más
capacitado que yo podrá averiguar lo ocurrido realmente aquella noche.
Por mi parte no tengo nada más que informarle, señor juez.
* Este cuento pertenece al libro
Las otras manos, que obtuvo el Premio Fondo Editorial de la
Municipalidad de Rafaela en el concurso 1986/87.
La
sorpresa se transformó inmediatamente en claro desconcierto. Luego sobrevino un silencio profundo,
mientras él contemplaba los rostros pálidos de esos hombres, no para
estudiarlos -durante los últimos años habían compartido muchas jornadas de
lucha y sacrificios como para adivinar lo que pensaban con una simple ojeada,
sino más bien esperando alguna pregunta o comentario. Ninguno lo hizo. Entonces, en una tentativa por disipar
cualquier duda o malentendido, creyó necesario recalcar su decisión, ahora
firme y serena:
-Ya
estoy resuelto: iré solo.Como si recién acabara de superar el efecto del estupor, alguien dio un paso hacia él y habló con voz temblorosa, sin poder disimular una imperiosa ansiedad:
-¡Es una locura! ¡No debe hacer eso, general' ¡Van a matarlo!
-¡Sé muy bien lo que hago'
-Por supuesto, general -el tono de Lacasa se hizo más suave, adquirió el acento de un ruego fervoroso-. Pero es una misión muy peligrosa. Deje que vayamos con usted, general.
-¡No! -replicó casi colérico-. Encargate de ensillar mi caballo. Quiero salir en seguida.
Después,
ya montado en su tordillo, paseó los ojos por todo el campamento, sobre cada
uno de los soldados que permanecían apostados junto a las tiendas o formando
pequeños grupos, en actitud de sumisión, presintiendo que habría bastado la más
leve señal para que se movilizaran como una enloquecida bandada de pájaros
repentinos. Sin embargo, no dio la orden
que ellos esperaban; únicamente se limitó a decir con la furia de un latigazo:
-¡Si
alguno intenta seguirme, lo haré fusilar!
No
perdió más tiempo. Desinteresado de la
reacción provocada por esas palabras, azuzó el caballo y se alejó con rapidez
de Los Tapiales.
Marchando
hacia el sur por el camino que se presentaba en algunos trechos pedregoso o
cubierto de pastos, se ajustó un poco más el poncho contra el pecho para protegerse
del frío que se tornaría cada vez más recio e insoportable durante las seis
leguas. Comprendió que, convertido en
figura espectral en el silencio y la soledad de la tarde, podría ser fácil
presa de una emboscada. Era un riesgo
natural, casi previsible, del cual sus hombres habían querido disuadirlo,
impulsados por esa mezcla de afecto y generosidad con que procuraban librarlo
de cualquier riesgo; por eso imaginó
claramente que debían encontrarse
sobrecogidos, y esa noche, acelerando el tiempo. incapaces de dormir un
momento, la pasarían alrededor de los fogones, tratando de atenuar la nerviosa espera con el mate que se deslizaba
de mano en mano silencioso.
Tiene
que ser así. Debo jugarme solo en esta
patriada. Trató de justificar una vez
más la resolución que había dejado consternados a sus soldados y que, para él,
significaba una de las escasas posibilidades de acabar con las pavorosas riñas
que atosigaban el país. El anhelo de
pactar con el enemigo podía desembocar en un total y decepcionante fracaso; de
esa forma, sólo él quedaría
comprometido. Pero si al fin se lograba
consolidar una paz duradera, con la que todos soñaban desde hacía varios años,
iba a ser el tributo más importante que ofrecería a la patria. Entonces , ya
tranquilo, regresaría al lado de Dolores
para disfrutar su amor como un premio digno, reconfortante.
Impelido
por esa esperanza, espoleó el caballo casi con el mismo denuedo que trataba de
infundir a sus hombres al iniciar cada batalla, el sable en alto, encendidos
los ojos por el candente deseo de la victoria; tal vez ahora debía afrontar el
combate más difícil de su vida, aunque esperaba tener una suerte parecida a la
de aquella tarde en que arrollaron inexorablemente a los realistas en Río
Bamba.
Los
jinetes surgieron fulminantes, como de un pozo invisible, bloqueándole el
camino. Detuvo el galope sin sorpresa ni
temor, mientras examinaba las figuras vagamente siniestras. Uno de los hombres restalló su voz fría y
perentoria:
-¡Alto! ¿Quién vive?
No
demoró la respuesta. Secamente pronunció su
nombre, casi con el fragor de un disparo de fusil. Comprobó que una ráfaga de perplejidad
dominaba a los hombres y, sin poder reponerse, por espacio de unos segundos se
limitaron a cambiar rápidas y confusas miradas, indudablemente tratando de
llegar a un acuerdo sobre lo que
correspondía hacer ante la inusitada presencia del general del ejército
enemigo, del hombre que los acosaba sin tregua, con el peso de una agraviante
tortura. El silencio tuvo la misma
cortante frialdad que esa tarde de junio. La tropa, ya aceptado el hecho de que
no se trataba de una alucinación ni era una imagen fantasmal, quizá empezaba a
considerar que era deber ineludible apresarlo o, mejor aún, fusilarlo allí
mismo. Sin embargo no les dio tiempo a
tornar una resolución; habló de nuevo con el tono lacónico que empleaba para
dictar una orden, como si estuviera frente a sus propios soldados:
-Necesito hablar
con su jefe.
Condúzcanme hasta el campamento.
El
sentido de la disciplina se impuso casi naturalmente.-Está bien, general. Síganos.
Luego,
rodeado por esos jinetes desconocidos, se esforzó por reprimir una sonrisa,
divertido no por recibir la pasiva obediencia de la partida, sino más bien por
los ojos deslumbrados que se posaban sobre él, sin duda con respeto y
delectación, tal vez aún aturdidos por el suceso increíble de tenerlo allí,
solo y sin defensa, Le hubiera gustado que sus hombres contemplaran esa escena;
les habría hecho desalojar todo recelo y admitir por fin que el medio elegido
para establecer la paz no era irrazonable ni
demasiado complejo.
Viajaron
largo rato en un silencio apenas destruido por breves indicaciones para evitar
algún bosquecito o preferir un atajo.
Finalmente, cuando ya anochecía, llegaron a El Pino, erguida la estancia
con aspecto majestuoso, casi inaccesible, bordeada por una frondosa
arboleda. Los soldados ubicados a su
alrededor conservaban una postura rígida, al parecer completamente ajenos al frío
arrollador, aferrando las armas con el claro propósito de rechazar cualquier
sorpresivo ataque. Desde la amplia
entrada un oficial salió a recibirlos.
-Diga usted al coronel que deseo verlo en seguida
-exclamó él,
autoritario, dándole el carácter de un
subalterno.
Al reconocerlo, una mezcla de incredulidad y asombro embargó al oficial y, por unos segundos, deslizó la vista sobre sus compañeros, a la búsqueda de una explicación lógica; al fin, tal vez creyendo que no quedaba otra alternativa, se cuadró en una actitud de acatamiento.
-Lo
siento, general. El coronel no se
encuentra aquí en este momento.Al reconocerlo, una mezcla de incredulidad y asombro embargó al oficial y, por unos segundos, deslizó la vista sobre sus compañeros, a la búsqueda de una explicación lógica; al fin, tal vez creyendo que no quedaba otra alternativa, se cuadró en una actitud de acatamiento.
-Entonces
lo esperaré -replicó él, saltando del caballo-, indíqueme usted la habitación
del coronel.
Dispuesto
a satisfacer su pedido, el oficial se dio vuelta y él lo siguió rumbo a la casona,
con pasos firmes y apresurados, desdeñoso de la fascinante curiosidad que
despertaba en los soldados.
Una
atmósfera de quietud y agradable tibieza descansaba en el interior de la estancia. Cruzaron una sala desierta,
luego un corredor embaldosado, hasta llegar a una puerta que el oficial abrió
mientras lo invitaba a pasar con un gesto.
-Aquí
es, general.-Bien, puede usted retirarse; estoy bastante fatigado y tengo el sueño ligero.
Al
quedar solo, echó un rápido vistazo sin interés por el cuarto donde el ropero,
un pequeño escritorio, dos sillas y la cama conformaban el austero mobiliario;
la limpieza y el orden se destacaban de manera notable, como si hubieran
acabado de arreglar todo. Después se
acostó, sin quitarse las botas, entumecidos los miembros por el frío y el
agotamiento, pero con la serena satisfacción que experimentaba luego de ganar
alguna contienda, pues ya lo gobernaba la absoluta certeza de que el triunfo
premiaría la obra que llevaba a cabo. Mientras consideraba que al fin podría
gozar del esperado reposo, se vio sacudido de nuevo por el recuerdo de Dolores,
que se presentaba como una meta súbitamente cercana, el grato refugio para
compensar tantos años de soledad y renunciamiento.
Distinguió
primero, a través de la ventana, algunos hombres que mantenían celosa guardia,
empuñando las armas con velada amenaza.
Luego vio la puerta abrirse con estruendoso violencia, por impulso de un
viento huracanado, para dar paso a un oficial y dos soldados, casi en formación
marcial, los rostros marcados por una implacable rigidez. Mi curiosidad se
convierte de pronto en azorado desconcierto.
El piso comienza a moverse. Me
hundo en un torbellino tan absurdo como el sentido de las palabras que resuenan
en mi cabeza con la fuerza de un lento, demoledor mazazo.
-Desde
este momento se encuentra usted arrestado, general
-el oficial habló con voz neutra,
tajante como una puñalada-. Por orden
del coronel, dentro de una hora será fusilado.
¿Mantener
la calma? Estaba demasiado acostumbrado
a salir airoso de los campos de batalla, de
enfrentar sin inmutarse las descargas enemigas, de presenciar la muerte con
aplastante frecuencia. Sin embargo,
¿cómoo descartar la gravedad de esa inesperada sentencia?
-Creo
que se trata de un lamentable error.
Dígale al coronel que debo verlo de inmediato. Vine aquí para arreglar todo pacíficamente.
-No,
general -contestó el oficial, sosteniendo con altivez su mirada-. Tendrá que permanecer en este cuarto, sin ver
ni hablar con nadie, hasta el momento de la ejecución.
Tuvo
un acceso de ira, sintió la sangre quemándole la cara. Dio un paso hacia el oficial al tiempo
que llevaba su mano hasta la empuñadura de la espada, rápido y decidido,
repitiendo el gesto que varios años atrás había hecho vacilar a Bolívar.
-Le
ordeno a usted que...
No puedo terminar la
frase; tampoco consigo desenvainar el sable. Los soldados se abalanzan sobre mí. Me
desarman con gestos cargados de brutalidad, que parecen tener el único
propósito de humillarme. Me empujan al rincón y quedo tambaleante, con la
bochornosa sensación de estar desnudo, ridículo y ya completamente vencido.
Inútil pretender darles cualquier orden o exigirles explicación. De improviso, como si se hubiera descorrido un
velo y llegaran al final de la comedia, se habían resuelto a concederle el
tratamiento merecido por el jefe del ejército adversario, el hombre que
representaba un constante peligro, cuya liberación constituiría un largo y
definitivo triunfo.
Cuando
salieron los hombres y cerraron con llave la puerta, se vio abrumado por el
hecho, atroz e inmodificable, de que
había caído en una trampa hábilmente preparada.
Ahora lograba percibir que todo obedeció a una perfecta confabulación:
primero, la partida que había encontrado en el camino, luego el correcto
recibimiento del oficial, por último, el absurdo encierro en esa
habitación. Aspiraron así a concretar m¡
arresto, condenarme sin ningún juicio, semejante a un vulgar asesino que no
debe obtener la menor deferencia. ¿Qué razón valedera justificaba esa actitud arbitraria? ¿Aceptar
pasivamente tan ruin atropello? El
cuarto se achica como lazo alrededor de mi cuello, crece la sensación de
asfixia, en torno las cosas se movilizan en disparata acrobacia. Se detuvo junto a la ventana; en el patio,
los soldados continuaban la alerta vigilancia.
Aferró los barrotes de hierro con desesperada impotencia, hasta que algo
fue imponiéndose con progresiva claridad.
La duda se desvaneció en un gélido abatimiento al comprender que su
ejecución no podía tener otra causa que saciar una anhelada y cruel venganza.
Es
el castigo, el pago de lo que hice en Navarro.
Lo ocurrido siete meses atrás, aquella sofocante tarde de diciembre,
cuando Dorrego llegó prisionero a mi campamento. No me dejé presionar por nadie. Actué.
Por m¡ cuenta. Después fue
comprobando que una extraña transformación se operaba en él. Todo comenzó a resultarle más sombrío, bajo
un aspecto donde imperaba la inquietud y el desánimo. Así, con el peso de una soledad tan dolorosa
e intolerante como una herida que jamás habría de cerrarse, se vio acorralado,
sosteniendo una lucha tenaz, sin compasión, completamente inútil para destruir
la cada vez más gigantesca, persistente sombra de Dorrego.
Me
desplomo en una silla; tengo la certeza
de que arribaré a una meta. brusca y contundente, que significará terminar con
el cansancio y el remordimiento. Resulta
casi irónico que el deseo de negociar en El Pino una paz perdurable se va a
convertir únicamente en una sorpresiva salida para mí. ¿Lamentarlo? ¿Hablar con
el jefe de los federales? Era demasiado
mezquino solicitar clemencia, rehuir la condena que, a pesar de su carácter
marcadamente feroz, reflejaba tal vez el único modo de saldar los errores
cometidos.
Como
aquella tarde de diciembre, de nuevo se vio consumido por una espera tediosa,
abrumadora, aunque su posición había variado.
Ya no era el hombre que aguardaba que sus soldados hicieran efectivo un
mandato, sino simplemente un prisionero, alguien acuciado por la ominosa figura
de la muerte. De improviso, urgido por el
escaso tiempo de que disponía, casi de un salto se levantó y fue hasta el
escritorio. Abrió un cajón y, luego de
revolver un momento el papelería, retiró una hoja en blanco; mojó una pluma en
el tintero de plata y rápidamente, rasgando con nerviosa brusquedad el papel,
garabateó dos palabras: "Querida Dolores". Después, como acometido por irrefrenable
parálisis, se limitó a quedar con la vista clavada en la hoja, advirtiendo que
era incapaz de coordinar lógicamente el tropel de palabras que hubiera deseado
volcar en esa última carta.
No llego a escribir nada más. Repentinamente la enmarañada sucesión de
recuerdos febricitantes y agresivos fue relegada por la noción de una realidad
ya inapelable, cuando la puerta se abre y entra el mismo oficial que me había
comunicado la sentencia, con el semblante endurecido por una expresión grave y
desencajada.
-Ha
llegado el momento, general.
Sostuvo
esa mirada, franca y serenamente, al tiempo que aferraba la hoja y con gesto de
instintiva cólera la estrujaba entre sus dedos, destruyendo las dos palabras
cuya destinataria jamás habría de leer.
Por fin, convertida en una pelota arrugada e inútil, la depositó sobre
el escritorio; entonces habló en tono levemente enérgico, tal vez considerando
que aún era él quien impartía las órdenes:
-Bien. Estoy dispuesto.
Con
pasos seguros salió del cuarto. Luego,
el oficial se le adelantó, con el tácito propósito de guiarlo hacia el
esplendente lugar de la
ejecución. De tanto en
tanto daba vuelta la cabeza, causándole admiración el celo que ponía en
custodiarlo, como si aún ahora, solo y desarmado en ese campamento atestado de
enemigos, abrigara el temor de que pudiera escaparse.
Cuando
llegaron al patio, se estremeció; no supo si por el frío o por lo demás. Veloz, dirigió la vista en dirección de la
estancia a la búsqueda de un cuarto iluminado que denotara la presencia del
coronel; aunque todo se encontraba oscuro y en silencio, tuvo la certidumbre de
que debía estar apostado en alguna ventana, controlando el fiel cumplimiento de
su orden.
Después
de andar escasos metros divisó, a la indiferente luz de la luna, un reducido
pelotón ya formado en correcta línea, los fusiles apoyados contra los cuerpos
estáticos. Con un gesto, el oficial le
indicó el rústico patíbulo improvisado junto a un corral de vacas. Sin vacilar,
se colocó allí, acosado por la súbita y denigrante visión del otro hombre que,
siete meses atrás, había realizado ese mismo acto; de pronto, los dos
alcanzaban una íntima consubstanciación, quedaban fijados en el tiempo de
manera indeleble.
El
oficial saca un pañuelo del bolsillo.
Debo enfrentar la muerte como lo hice durante innumerables combates:
abiertamente, sin vendas cobardes sobre los ojos.
Afirmado
sobre los pies, el cuerpo obstinadamente inmóvil, posó la mirada sobre los
soldados que ya mantenían las armas en actitud de tiro. Cerca de ellos, el oficial; en su mano
derecha, el sable despedía un reflejo tenue y lúgubre. Quebrando abruptamente la honda quietud de la
noche, relampagueó una voz en grito claro:
-¡Fuego!
Un
líquido amargo empieza a correrme por los labios. La firmeza va desapareciendo de mis
piernas. La visión se torna
borrosa. Abro los brazos para evitar la
caída, el insondable vacío del pozo en que me voy hundiendo. Un enloquecido
remolino me atrapa. Crece la oscuridad. El silencio me cubre como
un manto colosal.
La presión sobre un hombro pareció
tener el vigor de una artera y decisiva puñalada final. Sobrecogido por un nervioso temblor, se sentó
violentamente en la cama; observó a su alrededor, parpadeando varias veces, en
un esfuerzo por desalojar la pesada bruma que aún lo oprimía, mientras
procuraba reconocer la habitación, recordar el sitio donde estaba.
Por
fin detuvo los ojos en el soldado que se encontraba de pie cerca de él; al oír
sus palabras logró comprender la misión que lo había llevado allí.
-El
coronel manda avisarle que vendrá a verlo y tendrá un gran placer de
abrazarlo. Mientras tanto, sírvase,
general.
Entonces,
con una leve sonrisa de agradecimiento, el general Juan Lavalle tendió una mano
para recibir el mate que le hacía llegar Juan Manuel de Rosas.
* Este cuento fue seleccionado en el Concurso de Cuentos Gaspar L. Benavento. Buenos Aires, Revista Bibliograma, 1976.
Incluido en el volumen Cuentos del concurso Gaspar L. Benavento. Buenos Aires, Revista Bibliograma, 1977.
Incluido en la Antología literaria regional santafesina. Santa Fe, Cuadernos La Región de Fundación Banco Bica, 1983. 2ª edición, 1985.